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Sobre la existencia de Dios, argumentos para una cultura de la posverdad (I)

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«El cielo proclama la gloria de Dios; de Su Creación nos habla la bóveda celeste. Los días se lo cuentan entre sí; las noches hacen correr la voz» (19:1-2).

Introducción: ¿cómo saber que Dios existe si no lo vemos?

¿Cómo saber que Dios existe, si nunca lo vemos? Ante la falta de razonamientos concluyentes, tenemos siempre la experiencia interior. Es como la sal en la comida, que no se ve, pero si no estuviera no tendría sabor. Sin Dios, la vida no tendría sabor. El sentido religioso forma parte de las cosas de la vida que no se ven, que parece que no sirven para nada, pero sin ellas (el amor, Dios, la amistad) es la vida la que no sirve para nada, falta el sentido de la vida en las personas. Y esto no está en conocer teorías.

Estamos hechos para reconocer a Dios en esas cosas invisibles que dan valor a nuestra vida, y dentro del claroscuro de los pensamientos y la imaginación (una especie de mente inferior o razón que no llega nunca plenamente a la verdad), las emociones que a veces oscilan entre luminosas y penumbrosas, los sentidos y sensaciones que perciben las cosas que se ven, tenemos una mente superior con su intuición, en el fondo de nuestro corazón, y allá está cierta conciencia que nos da acceso a la iluminación de la mano del Maestro interior. Se nos permite tocar lo infinito, atisbarlo, entreverlo…

Podemos conocer a Dios por la intuición, por la razón y por la fe. Aquí quiero referirme a los aspectos filosóficos de la intuición del corazón y la razón.

Pruebas vivenciales e intuición

“El conocimiento de Dios… es primeramente y ante todo un fruto natural de la intuición de la existencia” (Maritain).

 Anhelo de Dios y de felicidad. Cuentan que en el vientre de una madre había dos bebés. Uno le preguntó al otro: ”¿Crees en la vida después del parto?”

El otro respondió: “Por supuesto. Tiene que haber algo después del parto. Tal vez estamos aquí para prepararnos para lo que vendrá más tarde.”

“Tonterías”, dijo el primero. “No hay vida después del parto. ¿Qué clase de vida sería?”

El segundo dijo: “Yo no sé, pero habrá más luz que aquí. Tal vez vamos a poder caminar con nuestras piernas y comer con nuestras bocas. Tal vez tendremos otros sentidos que no podemos entender ahora”.

El primero respondió: “Eso es absurdo. Caminar es imposible. ¿Y comer con la boca? ¡Ridículo! El cordón umbilical suministra nutrición y todo lo que necesitamos. Pero el cordón umbilical es muy corto. La vida después del parto no existe”.

El segundo insistió, “Bueno, yo creo que existe algo, y tal vez sea diferente a esto. Tal vez no necesitaremos más este cordón físico”.

El primero respondió. “Tonterías, y por otra parte, si existe realmente vida después del parto, entonces ¿por qué nadie jamás ha regresado de allí? El parto es el fin de la vida, y en el post parto no existe nada más que oscuridad y silencio y olvido. Él no nos lleva a ningún lugar.

“Bueno, no lo sé”, dijo el segundo, “pero seguramente vamos a encontrarnos a Madre y ella nos va a cuidar.”

El primero respondió “¿Madre? ¿Crees realmente en Madre? Eso es ridículo. Si Madre existe, entonces, ¿dónde está ahora?”

El segundo dijo: “Ella está a nuestro alrededor. Estamos rodeados por ella. Somos de Ella. Es en ella que vivimos. Sin Ella este mundo no sería y no podría existir”.

Dijo el primero: “Bueno, yo no puedo verla, entonces es lógico que ella no existe.”

A lo que el segundo respondió: “A veces, cuando estás en silencio, si te concentras y realmente oyes, puedes percibir su presencia, y puedes oír su voz amorosa, desde arriba.”

Hay una intuición que nos conecta a algo superior, desde Platón tenemos viva esa intuición del alma espiritual que nos lleva a morir por la justicia pues la conciencia está más allá de la ley humana, como también diría Antígona en la famosa tragedia. Esa justicia que no existe en la tierra se hará más allá de la muerte.

También tenemos la intuición de cuando alguien muere y se separa de nosotros, de despedirnos con un “hasta luego”, y no “hasta nunca”.

Dirá Pascal que es una apuesta: con Dios se vive mejor, y sería una pena vivir sin Dios y encontrárselo después. Y William James dirá también que se está más feliz creyendo. Este modo racionalista de pensar se plantea: “¿Y si no fuera cierto?” Y responden: “por lo menos he vivido feliz”.

Pero no es la razón la que percibe esa esperanza, sino una intuición que está bien recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 33):

«Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La «semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia» (GS 18,1; cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios”».

Dios es el Bien, la Vida y el Amor que sacian los deseos de felicidad, inmortalidad y amor eternos que residen en todo hombre. Y a veces, al observar la grandeza del Universo, o la maravillosa composición de nuestro ADN o todavía más en pequeño las partículas subatómicas, apreciamos la grandeza de un diseñador divino. Al contemplar una puesta de sol, o la sonrisa de un niño, también apreciamos esta maravilla.

El actor Morgan Freeman, en su documental sobre la existencia de Dios, se refiere a la gran suerte de quien tiene fe, cuando se enfrenta a la muerte. Recuerdo a Dani, un chico cuyo padre dice que es ateo, que me dijo un día: “le he preguntado a papá una cosa y me ha dicho que te la pregunte a ti”.  ¿Qué? “Le he preguntado a papá dónde va a estar cuando se muera”. Le conté al niño lo del rey León, cuando le dice al hijo que mire a las estrellas, le hablé del cielo, y luego le dije a su padre: “lo que de verdad piensas es lo que quieres para tus hijos. ¿Por qué quieres que le explicara yo la esperanza de la vida eterna? Señal de que en el fondo tú también lo crees”.

San Agustín describía este profundo sentimiento interior, esta ansia de infinito, de esta manera: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (Confesiones 1.1). Es el comienzo de su clásico libro, donde pasa por la interioridad de la persona y su memoria hasta la trascendencia divina.

En cierto modo, si nos preguntan: “¿crees en Dios? Podríamos contestar: Creo en Dios, como el ciego cree en el sol, no porque lo ve, sino porque lo “siente”. Y es lo que da sentido a todo.

Y eso nos da una paz “masticable”, una confianza de “estar en casa” a pesar de las penalidades de la vida, una interioridad rica, donde en medio del ajetreo de aguas torrentosas domina un remanso de serenidad, algo que no depende de las circunstancias de fuera sino de adentro, algo así como lo que los salmos cantan del pájaro solitario,  pero que se cobija en las hendiduras de las rocas seguras en medio de las tempestades, así seguros estamos en manos de Dios. Y nuestro principal camino en la vida no es “hacer”, sino soltar, dejar todo apego, aprender ese camino del que nos hablaba san Juan de la Cruz: ir de la nada al Todo.

Repito: podemos tener en nuestro interior la sensación de que estamos en Dios. No está fuera ese conocer, sino dentro, es una visión interior que nos hace ver todo con un sentido nuevo.

Cuentan que le dice un rabino a un niño “te doy dinero si me respondes: ¿dónde está Dios?” Y el niño contesta: “mejor dime tú ¿dónde no está Dios?” Es algo trascendente e inmanente (como dirán los Padres de la Iglesia, desde Clemente de Alejandría). Dios está en todos lados, en la historia, en cada momento. Aunque no lo vemos con los ojos de la carne, pues decía Teilard de Chardin que Dios crea y luego deja hacer, el universo tiene una mente que actúa, y con los ojos del alma podemos vivir en modo activo, en “on” y no en “off”, podemos colaborar con Dios.

Muchos piensan que Dios se ha retirado cuando ha hecho el mundo, pero estamos en sus manos, y hemos de dejar obrar a Dios, podemos estar en contacto constante con él, y esta es la mística: reconocer en mi vida la acción divina, y estar disponible para que él actúe.

Karl Rahner, siguiendo a Malraux, dirá que el cristiano en el siglo XXI será místico o no será. Es la hora de la mística, no la de los teóricos sino de las personas que con su vida dan testimonio (mártir, en griego), no es hora de palabras muertas sino palabras vivas, como dijo hace un siglo Joan Maragall.

La teología negativa, ahora tan de moda, desde los comienzos del cristianismo nos hace ver que es mucho más lo que no conocemos de Dios que lo poco que conocemos. Así nos lo dice el pseudo Dionisio y meister Eckhart, y también musulmanes, cabalistas, shunyata (vacío absoluto), budistas, y tanto el brahmán impersonal como la tradición religiosa personal que ofrece Krishna de la India, nos sirven de experiencias para esa tarea. También muchos científicos se muestran profundamente religiosos ante el misterio, aunque algunos como Einstein no sigan una religión institucional.

Y eso no depende de una perfección que nos haga sentirnos una clase superior, una religiosidad de adelantados, pues desde Teresita de Jesús hemos aprendido que no se trata de hacer esfuerzos titánicos para alcanzar la perfección, que no llevan más que al desánimo (la famosa fábula de la zorra que quiere alcanzar las uvas, hasta que se cansa y las desprecia: “¡bah, están verdes!”

Los últimos papas han hecho hincapié en algo tremendamente actual: mi vulnerabilidad es un valor y ahí está el encuentro con Cristo. Es sentirme en sus manos, y que incluso cuando caigo lo hago en manos de Dios. Desaparece el miedo y nace la valentía de responder a los retos del mundo de hoy.

Dios está aquí, en el presente, pues la felicidad del más allá está ya en el más acá, y no es tan importante a dónde vamos sino sobre todo con quién vamos.

Claro que es importante dónde estamos, y lo que estamos llamados a ser viviendo en esperanza de avanzar hacia ello, pero no sólo el caminar es importante sino también con quién vamos. Juan Pablo II, en el encuentro de jóvenes del milenio el año 2000, habló también de ello al comentar el laboratorio de la fe, aquel decir de San Pedro a Jesús: “¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Es la importancia del viaje, lleno de aventuras, de personas que conocemos, de amor y amistad, es disfrutar del camino.

En ese camino, no podemos tener una luz total, pero hay un anhelo interior de absoluto que nos guía, un deseo de ser dioses, es la fuerza de la esperanza, es guía de nuestro caminar. La esperanza convierte al final de la vida en un fin. Ese algo que esta más allá nos proyecta siempre a algo mejor. Y se vive mejor con esperanza. Y eso lo llevamos en los huesos (como diría también el actor Nicolas Cage).

¿nos sentimos criaturas imagen de Dios o bien hemos construido un Dios a imagen nuestra?

En el siglo XIX vieron muchos estudiosos a la religión como una proyección social, pero ahora se estudia la fenomenología de la religión como algo tremendamente serio que alberga el interior de la persona. Es normal que ante las palabras de los sembradores de sospecha como Nietzsche: “Dios ha muerto” nos preguntemos: ¿no será que ha muerto la idea que teníamos de Dios, en un contexto ya superado?, pues Dios está por encima de ciertos dogmas que nos hicimos. Podemos preguntarnos: ¿nos sentimos criaturas imagen de Dios o bien hemos construido un Dios a imagen nuestra?

“Atrapados en nuestra telaraña”

¿Es la religión un producto de nuestra imaginación, algo psicológico que produce nuestra necesidad de pensar en un más allá feliz, ya que aquí no podemos serlo del todo? Dicho de otro modo: ¿Somos criaturas, imagen de Dios, o bien Dios es una imagen nuestra?

Una historia puede ilustrar la cuestión.

Dicen que las arañas vuelan… Si vamos por el campo nos encontraremos con frecuencia con la molestia de hilillos sutiles que nos caen sobre el rostro… son las arañas voladoras, que, llevadas por el viento, se trasladan de un lugar a otro para vivir… Y el modo de viajar es éste: dejan ir algo de hilo, que como alas les permite elevarse por la fuerza de rozamiento con el aire y volar, sueltan más hilo si quiere subir, menos si quiere «aterrizar». Pues la araña de nuestra historia aterrizó en un bosque y dejándose colgar de la rama de un árbol fue tejiendo sus soportes hasta que -dando una y otra pasada- tejió su telaraña a fin de capturar las despreocupadas moscas. Y he aquí que una vez concluida su obra se paseó por ella, admirándola y de pronto observó un hilo que bajaba de lo alto, que le pareció destrozaba la estética del conjunto… «este hilo es feo, cortémoslo», se dijo. Pero he aquí que al hacerlo cayó la araña envuelta en su tela, prisionera de su red, como una tonta.

Así nosotros, que culminamos tantas proezas con nuestra inteligencia, la técnica, la obra de nuestras manos… pero no cortemos el hilo que soporta todo, no podemos prescindir de él pues caeríamos prisioneros de nuestras obras que se convertirían en cárcel para nosotros. Aprisionados en el tiempo que se escurre entre los dedos, y nosotros orientados al consumismo y a la satisfacción de los sentidos… perdemos la noción del hilo de donde venimos, tenemos la tentación de caer en la animalidad, en la pérdida del conocimiento de qué nos separa de un mono, la pérdida de la memoria de que podemos crear y pensar, aunque son antipáticas esas cosas pues plantean preguntas sin respuestas cómodas:

«¿Qué estoy haciendo con mi existencia…?», «¿Qué pinto aquí?» «¿Qué he hecho estos meses para no hacer nada que recuerde?» “¿De dónde vengo y a dónde voy, y quién soy?

Y mientras nos movemos en términos de “productividad”, no alcanzamos la armonía y el equilibro para hacernos estas preguntas, no tenemos tiempo para lo importante porque estamos colapsados con lo urgente, no podemos dedicar tiempo a rezar o a amar… vivimos una existencia sustancialmente igual a la de nuestra araña. El afán de bienestar, de crecer en ‘status’ social, en dinero, competir… va formando una telaraña que nos aprisiona y quedamos encerrados en esta cárcel, que construye la araña que teje y aprisiona almas. Y nos volvemos egoístas, con afán de ser arañas a su vez de otros, de “poseerlos”, que sean nuestros y tejer telas en los rincones para atrapar en ellas otras almas como si fuesen moscas.

Aparte de las cosas visibles, las que se ven, están las invisibles, que son las que dan soporte a todo: son los valores, como el respeto a la vida, a los demás, basado en la dignidad de la persona, y la amistad y el amor, que es el máximo valor, la fuente de la felicidad, porque cuando amamos y nos damos somos felices. Hemos de preguntarnos por este mundo casi invisible, el amor que es la energía de la vida, y Dios que está en todas partes y nos infundió el alma, como explica de modo deliciosamente ingenuo la Biblia. La ciencia nos dice que este hombre está hecho de carbono y otras composiciones. Pero, aunque nos diga mucho la estructura de algo no nos dirá la biología el qué es aquello que no se ve, esta especie de «dimensión invisible”.

¿Hay una pista de Dios en el cerebro humano?

Dos investigadores de la Universidad de Pennsylvania (Eugene D’Aquili y Andrew Newberg) han creado una nueva disciplina: la neuroteología[1]. Entre 1996-1998 estudiaron las funciones cerebrales y flujos sanguíneos del cerebro de unos budistas tibetanos durante su meditación y de monjas franciscanas en oración. “La meditación activaría ciertas funciones cerebrales que son las que crean la sensación de plenitud absoluta y de comunión trascendental.” Dicen los expertos que sería insensato suponer que las vivencias religiosas “puedan reducirse a un flujo neuroquímico”, pues el cerebro está programado para ayudar a la humanidad a sobrevivir en un mundo cruel, dando un sentido a la existencia. “Queda por identificar el programador”, decía el final del artículo.

Me recordaba las palabras de Alexis Carrel sobre el instinto de superación espiritual que –junto a los primarios de conservación y perpetuación- anida en el corazón del hombre, y que no desaparece a través de los tiempos, lo cual significa que tiene un sentido pues cualquier instinto que no puede obtener su objeto desaparece y muere: “No conozco –decía el doctor- ninguna excepción a esto”, porque sin duda es una necesidad básica ese hilillo sutil que mantiene toda nuestra vida.

Estamos colgando de un hilo, y es absurdo cortarlo. Decía Carlos Cardona, en su libro Metafísica de la opción intelectual, que si tenemos un tesoro precioso que está sustentado de un hilo, no se nos ocurre cortar el hilo con el peligro de que caiga y se rompa, sino construir una base para sustentarlo.

Ahora estamos observando la preciosidad del tesoro de la intuición divina, luego miraremos sobre esa sustentación filosófica del tesoro, que, aunque sea más o menos débil sirve para aguantar como soporte el tesoro, no podemos prescindir de él pues caeríamos prisioneros de nuestro reductivismo como la araña de la historia: sin trascendencia no hay vida plena.

Otro aspecto es la ética

Para muchos la actitud de oposición a Dios es moral. Si ponemos a un ladrón a estudiar el séptimo mandamiento (“no robarás”), puede tomar dos posturas: convertirse y dejar de robar, o decir: «tengo una teoría: ese mandamiento no sirve, está superado».

Esto pasa en la sociedad actual, quizá no precisamente con el de «no robarás», al menos a Hacienda, pero pasará con otros mandamientos. Es decir, la razón se puede inventar cualquier cosa que le diga la voluntad. Y entonces justifica eso con una teoría, pero necesita que muchos le digan que está bien. Por eso nace un deseo de legalizar aquello que se intuye como incorrecto, y un resentimiento contra la Iglesia si se opone a ello, porque se piensa que cuando nadie nos reproche aquello que la conciencia nos culpabiliza, podremos dormir tranquilos.

Dovstoyesky lo resumía así: “Sin dios, todo me está permitido”

Pero dejando aparte cierta cultura de la culpa que es nociva y que conviene superar, la conciencia es una voz que responde a una luz que nos ha puesto Dios. Dovstoyesky lo resumía así: “Sin dios, todo me está permitido”. Y dice a que la gente que no cree es idólatra, sustituye a Dios por el dinero, un ídolo como un becerro de oro, hoy vemos ciertas sectas en esa línea, y pensamientos poco lógicos crédulos.

Mucho más que ciertos animales, las personas sentimos la responsabilidad de ayudar a mejorar la humanidad, incluso de ofrecer la vida para salvar a muchos. Es el sentido de lanzarse al agua a salvar a otro, la madre que da la vida por su hijo, el afán de trabajar por un mundo mejor. Es ver que un mártir como el padre Maximiliano Kolbe puede cambiarse por otro para ir a la muerte, en un campo de concentración. Este sentido del martirio como lugar de revelación para la vida en Dios, aparece en el contexto bíblico de modo claro en el libro de Daniel cuando Nabucodonor prueba al pueblo judío, y sobre todo en el Libro de los Macabeos, en el contexto de la persecución griega en el s. III a.C. Ahí la vida eterna ya no es el seno de Abraham, sino una vida personal en Dios. Así, el mártir nos hace sentir que hay algo más. Esa intuición, ese instinto divino que lleva a dar la vida por los demás, es divino.

Esta intuición amorosa la encontramos en la conciencia: ahí el alma tiene un sagrario donde está Dios. Ahí está la autoridad, la norma suprema. Como en un carruaje según la imagen clásica de que el conductor es quien lo conduce, ahí en nuestros adentros está el maestro interior.

También aparecen normas exteriores que cumplir, pero se ha exagerado en la exterioridad hasta hacer una moral que aprisiona, igual que de Jesús se dijo que “pasó haciendo el bien” la bondad es la norma suprema, ser buenas personas, de buen corazón, y por tanto no hay una libertad emotivista, la subjetividad es incompleta, se anula en su relativismo como vemos hoy. Pero como diría el Cardenal Newman y luego el Concilio Vaticano II, la conciencia es donde atisbamos la verdad y las dudas se van diluyendo pues las grandes preguntas van acompañadas de la claridad que Dios da.

Esa pureza de corazón es la que brinda el contacto con Dios. La capacidad intelectual queda superada por la sabiduría, iluminación, intuición, cualidad liberadora del alma, como en Platón la luz, ese abrir los ojos, despertar de la consciencia, darse cuenta, y volver a la caverna para ayudar a los demás a salir de la oscuridad.

[1] Aunque hay muchas investigaciones posteriores, recojo aquí las que publica el semanario “Newsweek” del 5.2.2001, y el libro “¿Por qué Dios no desaparecerá?” Le Monde también recogía la respuesta: “Porque el cerebro humano ha sido genéticamente concebido para sostener las creencias religiosas”.

Dovstoyesky lo resumía así: Sin dios, todo me está permitido Clic para tuitear

 

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • A Dios no hace falta verlo cara a cara. A veces vemos las cosas, pero no son como las vemos. Metemos un bastón entre agua y lo vemos torcido (refracción).
    Un buen razonamiento de realidades científicas conduce forzosamente a la conclusión irrefutable: Dios existe. Los principios de conservación de energía, entropía, antrópico. Más aún: el Dios de los católicos es el que mejor encaja con lo que conoce la ciencia. Por ejemplo, su concepción y su nacimiento, que no afectó la integridad física de la Sma. Virgen, son perfectamente explicables con la tunelización. La naturaleza ondulatoria de la luz (Yo soy la Luz del mundo) explica la presencia física de Jesús en cada Hostia. La transustanciación católica refuta la consustanciación luterana, y queda confirmada la primera con el milagro de Sokolka, del cual la ciencia pudo detectar el humanamente imposible entrelazamiento del tejido del Corazón con la estructura del pan. La dilatación relativista del tiempo nos lleva a entender que la Santa Misa sea el mismo sacrificio del Gólgota (aunque incruento).
    Pero hay que aclarar: la ciencia (tan respetada) siempre llega muy rezagada respecto de la Fe (tan menospreciada).

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