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Tiempos de rescate (IV). Rescatar el pasado: la memoria

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Muchas veces, y desde distintos enfoques, ha salido en estos artículos la idea de que mientras vivimos en esta tierra somos seres temporales, sometidos a los dictados de lo que llamamos tiempo. Aunque el concepto de tiempo es una cuestión compleja y difícil de abordar, algunas de sus consecuencias son relativamente sencillas, como esta del tiempo pasado.

Mientras vivimos, las personas estamos siempre en presente, somos siempre actuales, pero a la vez, a poca edad que tengamos, tenemos un pasado. Y no solo lo tenemos, sino que es crecedero, está en estado de expansión continua hasta que lo detenga el momento de la muerte; según vamos cumpliendo años, nuestro pasado personal se va dilatando, cada vez mayor, aumentando en la misma medida que se acorta el tiempo de vida.

Que esto necesariamente sea así supone varias cosas, de las cuales aquí nos vamos a fijar en la importancia de la memoria para explicar qué es eso de rescatar el pasado, empezando por preguntarnos por qué hay que rescatarlo.

¿Por qué hay que rescatar el pasado?

Respuesta: Hay que rescatar el pasado porque está en riesgo de desaparecer. El pasado es una especie en peligro de extinción, y por ello mismo, es una especie que merece especial protección.

Se podría pensar que es imposible que el pasado desaparezca porque es inmodificable, y si alguien pusiera esta objeción, habría que darle la razón; ciertamente todo lo acontecido se ha quedado inmovilizado en el tiempo, de tal modo que no hay ninguna posibilidad de que los hechos no sean lo que han sido. “Contra facta non valent argumenta”, reza un dicho latino. Y así es. Los hechos son tan tozudos que contra ellos no hay argumentos que valgan (lo hecho, hecho está), pero contra el desconocimiento y la gestión que se haga del pasado en el presente sí hay argumentos que valen.

La cosa no está en si el pasado se puede cambiar o no (que no se puede), sino en tomar ante él la postura más correcta, porque de la postura que tomemos ante el pasado, de qué actitudes tomemos ante él, dependerá en buena medida nuestro presente. Según nos ubiquemos y valoremos nuestro ayer, el individual y el grupal, así nos ubicaremos ante nuestro hoy. Somos seres biográficos, no venimos del aire, ni hemos aparecido en este mundo por generación espontánea, sino como brotes nuevos, como retoños de un tronco viejo que ha existido desde mucho antes que nosotros y que nos ha aportado, necesariamente, una parte importante de nuestra identidad (no toda la identidad, solo una parte, pero una parte muy importante).

La cultura contemporánea, la que ha imperado desde la segunda mitad del siglo XX, y la que nos está tocando vivir en el actual siglo XXI, es una amenaza muy seria para la pervivencia de nuestro pasado.

El dinamismo de esta época, que es un dinamismo de agitación y de fugacidad, por ser de fugacidad nos está obligando (dicho en general) a vivir huyendo, disparados hacia adelante sin saber muy bien a dónde nos dirigimos.

Las tres preguntas fundamentales que todo hombre está llamado a responderse: quién soy, de dónde vengo y adónde voy, no son tres preguntas inconexas, sino interdependientes, de tal manera que para responder a cualquiera de ellas, hay que responder a las otras dos. De todas las posibilidades de respuesta, ahora solo nos interesa quedarnos con que no podemos saber quiénes somos si no sabemos de dónde venimos.

Quien no asume su historia personal o colectiva se autoexcluye de la vía de la verdad sobre sí mismo y sobre todo lo que es suyo.

Borrar el pasado es incrustar un espacio vacío en la línea del tiempo con lo cual la memoria se queda sin continuidad y el presente sin explicación. Borrar el pasado, deformarlo, mutilarlo o gestionarlo erróneamente, son atentados contra la propia identidad individual y colectiva, es decir, contra el propio ser. Sea para admirar los hechos del pasado o condenarlos, sea para dolerse o complacerse de que las cosas hayan sido como han sido, la única postura realista ante el pasado es asumirlo como tal. Quien no asume su historia personal o colectiva se autoexcluye de la vía de la verdad sobre sí mismo y sobre todo lo que es suyo.

Valgan un par de ejemplos (los dos son dolorosos) de situaciones problemáticas, una de tipo individual y otra colectiva, que confirman lo que se acaba de decir.

El primero es el caso que se repite con relativa frecuencia de una persona que, pasados los años, se entera de que su origen no es el que venía suponiendo. Por la causa que sea, digamos que por estos ringorrangos que tiene la vida, un buen día alguien se entera de que no conoce su verdad, que sus progenitores, los que lo engendraron, no son las personas a las que ha llamado padres durante toda su vida. Se cual sea la reacción: conformidad, rechazo, rebeldía, búsqueda, etc., lo que es inexcusable es una crisis de identidad. ¿Entonces, quién soy yo? Una crisis seria que luego se resolverá bien o mal, mejor o peor, o no se resolverá, dependiendo de cómo se conjuguen las circunstancias particulares que acompañan a cada persona, y que, según los casos, pueden cambiar la vida.

El otro ejemplo lo tomamos de una biografía bastante conocida, la del papa san Juan Pablo II. En septiembre de 1939 las tropas alemanas invadieron Polonia. Karol Wojtyła había cumplido 19 años en mayo de ese mismo año y aún no se había decidido por el sacerdocio. Ante la invasión nazi, parte de la juventud polaca optó por la resistencia armada, con acciones de lucha y sabotaje. Otros, en cambio, como nuestro protagonista y algunos más de sus amigos jóvenes, se dedicaron a estudiar y hacer teatro clandestino para lo cual montaron una compañía de teatro aficionado, el Teatro Rapsódico, que llevó a cabo diversas representaciones, entre ellas, de obras escritas por el propio Wojtyła.

¿Hacer teatro era eficaz para luchar contra los invasores alemanes?, ¿qué clase de lucha era esa?, ¿acaso podía tener alguna eficacia?

Vaya que sí. Aleccionados por sus profesores (todos destituidos, unos recluidos en el gueto de Cracovia, otros prisioneros en campos de concentración), estos jóvenes estudiantes católicos entendieron que su lucha no consistía en poner bombas para matar alemanes, sino en alimentar el espíritu de resistencia polaco frente al invasor manteniendo viva la identidad nacional, con el poder de la palabra y la memoria de la historia de su patria. De eso iba el teatro, de dramas con los que alimentar el alma y sostener la esperanza en momentos tan horribles como los que estaba sufriendo Polonia; dicho con otras palabras, de rescatar su pasado histórico y literario. No estaban las cosas como para arriesgar el tipo haciendo comedias.

Bien persuadidos debían estar los jóvenes actores como para jugarse la vida con esas representaciones, y la misma persuasión, si no más, tenían los nazis cuyo objetivo principal no era la ocupación militar de Polonia, sino borrar la cultura nacional de las cabezas polacas para imponer la germánica. Sabían bien que desmemorizar a la persona, prohibir las tradiciones colectivas, borrar la propia historia y sus valores culturales, es hacer perder a un pueblo sus señas de identidad.

No se trata de agarrarse a un pasado inamovible, sino a una identidad y eso es lo que está en peligro de extinción

Cuando la amenaza de borrado se cierne sobre la memoria y la tradición, lo que está en juego no son unos usos o unas costumbres, que ayer eran unas y mañana pueden ser otras. No se trata de agarrarse a un pasado inamovible, sino a una identidad y eso es lo que está en peligro de extinción, el propio ser colectivo y con él, el ser individual porque uno no es al margen de su tierra, de su historia y su tradición, razón por la cual todas estas cosas han de ser defendidas. Lo que está en riesgo de extinción es el ser.

Así se entiende que Ramiro de Maeztu escribiera que “ser es defenderse”. ¿Que quién es Ramiro de Maeztu? Un intelectual de raza, un español de Vitoria, hijo de padre vasco y madre inglesa en cuya biografía no me puedo detener pero que merece mucho la pena. Uno de tantos intelectuales del siglo XX, hoy desconocidos, y cuyo rescate es tarea obligada porque es de justicia histórica. Esa cita suya no puede ser más oportuna para nuestro tema, por eso voy a transcribir algunas líneas del párrafo en donde se encuentra, ya que ilustra muy bien el sentido de lo que venimos diciendo.

Previendo la tragedia que se estaba cuajando en el horizonte, un año antes del estallido revolucionario de 1934 en Asturias, Maeztu, evocando el cometido de los caballeros cristianos de la Edad Media de ser garantes y defensores de los grandes valores, en el número 36 de la revista Acción Española, por él dirigida, escribía lo siguiente:

“Ser es defenderse. Todo lo que vale: la fe, la patria, la tradición, la cultura, el amor, la amistad, tiene que ser defendido, para seguir siendo. No hay vacaciones posibles ante la necesidad de la defensa. Esas islas afortunadas donde los hombres pueden dormir a pierna suelta, sin preocuparse del mañana, no son más que un sueño de pereza. Ser es defenderse. Y los maestros de la defensa son los caballeros. Esa es su función y su razón de ser”.

Nosotros ahora no estamos invadidos por tanques, ni estamos en la España de 1934, pero sí estamos siendo invadidos por una gigantesca marea de deshumanización y anticultura que se materializa en sucesivas oleadas de ataques contra la familia, la tradición, las instituciones, el derecho, la historia, la cultura hispánica secular y sobre todo contra la fe católica que en buena parte ha inspirado y modelado los campos anteriores.

¿Cómo se explica esa inquina contra la fe en un país que presume de tolerante y liberal?

Por la misma razón que en el Imperio Romano, en los tres primeros siglos de nuestra era, estuvieron admitidos todos los cultos excepto el cristiano. No hay historiador serio que niegue que fue la fe cristiana la que en el pasado hizo que España dejara de ser un puzle de pueblos bárbaros para tomar conciencia de unidad, la misma fe que, a trancas y barrancas, sorteando todo tipo de obstáculos, ha manteniendo esa unidad hasta el día de hoy.

A partir de la Revolución Francesa se desata toda una ofensiva de deconstrucción de las sociedades cristianas europeas. Es una ofensiva que arranca lenta, con avances y retrocesos, pero en expansión acelerada, que en nuestra época ha llegado a todo el orbe. Como es fácil de entender, nosotros en España no íbamos a ser una excepción, a pesar de nuestra tradición y nuestras raíces históricas, profundamente católicas, y no solo a pesar de estas raíces, sino precisamente por ellas.

La tarea de demolición cultural emprendida desde entonces en lo que fue la antigua cristiandad europea (y en las sociedades más adelantadas de otros continentes, hijas culturales de la Europa cristiana), hoy arrecia con especial virulencia, es gigantesca, abarca todos los frentes y cuenta con medios poderosísimos: cine, televisión, música, literatura, sistemas educativos, redes sociales, prensa… Una hidra de mil cabezas, verdadero Goliat colectivo contemporáneo. Y dispone además de todo un ejército de peones, colaboradores voluntarios al servicio de ese derribo, la mayoría de los cuales, probablemente ignoren su condición de peones e ignoren también los servicios que están prestando a esa empresa demoledora.

Ahora toca preguntarse quién tiene que hacer esta labor de rescate, quién puede descabezar a esta hidra multicultural.

Aparte de las intervenciones en la historia humana que Dios en sus designios impenetrables tenga previstos (que no son descartables), esta labor de rescate solo pueden llevarla a cabo los convencidos muy convencidos de su necesidad, solo ellos, cada cual desde el lugar y función que le haya tocado en esta sociedad y en esta vida. Lo primero es tomar conciencia, pensar, que decíamos en el mes de febrero; lo segundo, hablar y escribir, que apuntábamos en marzo; lo tercero actuar en favor de la memoria, las tradiciones y la historia.

A partir de la Revolución Francesa se desata toda una ofensiva de deconstrucción de las sociedades cristianas europeas. Es una ofensiva que arranca lenta, con avances y retrocesos, pero en expansión acelerada, Clic para tuitear

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Ascensión Zaldívar Puig
    13 mayo, 2023 17:08

    Lo considerant acoso porque es pensar profundamente, y lo que no gusta a la dictadura global és que alguien pueda pensar por si mismo!

    Responder

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