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En la Toscana, el suicidio asistido será proporcionado por el Servicio de Salud

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La Toscana, cuna de la civilización, del arte, de la belleza y de los valores cristianos que dieron forma a Europa, ha dado un paso oscuro y trágico: se ha convertido en la primera región de Italia en institucionalizar el suicidio asistido como un «servicio» del sistema sanitario.

La cultura de la muerte avanza, y lo hace con el beneplácito de aquellos que deberían proteger la vida, no facilitar su aniquilación.

Lo llaman progreso, pero es, en realidad, una derrota de la humanidad.

¿Servicio de salud o agencia de muerte?

La ley aprobada en el Consejo Regional toscano establece que, a partir de ahora, los ciudadanos que cumplan ciertos «requisitos» podrán solicitar al servicio de salud pública el suicidio asistido.

A partir de ahora, las personas que quieran acceder al suicidio asistido pueden solicitarlo a la ASL, así como a la comisión encargada de verificar la existencia de los requisitos establecidos por el Ayuntamiento para que el suicidio asistido no constituya delito. La ley sobre fue aprobada con 27 votos a favor del Partido Democrático -con la excepción de la consejera regional demócrata Lucia Del Robertis que no expresó su voto -, Italia Viva, Movimento 5 Stelle, Gruppo Misto y 13 votos en contra del centro-derecha (Lega, Forza Italia y Fratelli d’Italia).

El Estado, que debería amparar a los más frágiles, ahora los empuja hacia la autodestrucción con la vil promesa de aliviar su sufrimiento.

Esta no es una medida neutral, como intentan vendernos. No es una simple «regulación de procedimientos», sino una decisión ideológica que dice, sin tapujos, que hay vidas que ya no merecen ser vividas.

Lo preocupante es que este modelo sanitario, en lugar de reforzar la atención a los enfermos y fortalecer los cuidados paliativos, elige la vía más fácil y siniestra: eliminar el problema eliminando a la persona.

La cultura del descarte en su máxima expresión

El Papa Francisco ha denunciado en repetidas ocasiones la «cultura del descarte», esa mentalidad que considera a los débiles, a los enfermos y a los ancianos como un peso para la sociedad. ¿Qué nos dice esta ley? Que en lugar de acompañar y sostener al que sufre, es mejor darle un cóctel letal y dejarle marchar.

No hay nada más cruel ni más inhumano.

Los defensores de esta ley afirman que se trata de dar libertad a los ciudadanos. Pero, ¿es verdadera libertad cuando una persona desesperada, deprimida o asustada siente que no tiene más opción que la muerte?

La verdadera compasión no es matar al que sufre, sino aliviar su dolor, estar presente, escuchar y ofrecer esperanza. Pero esto es lo que los legisladores toscanos han olvidado.

La norma establece que las empresas sanitarias locales deben garantizar el acceso al suicidio asistido de manera gratuita. ¿Se dan cuenta de la ironía? Para muchos enfermos, conseguir atención médica de calidad o acceso a terapias innovadoras es un calvario burocrático, pero si desean morir, el Estado les allana el camino en cuestión de días.

La Iglesia alza la voz

Frente a esta deriva, la Iglesia ha reaccionado con firmeza. Los obispos de Toscana han señalado que esta ley supone una profunda herida en la natural defensa de la vida y la dignidad humana. No se trata de juzgar el sufrimiento ajeno, sino de ofrecer una alternativa real basada en el amor, en la presencia y en la asistencia integral.

«No nos rendiremos», han dicho los capellanes, religiosos y voluntarios que cada día trabajan en hospitales y hospicios acompañando a los enfermos. Porque sabemos que el problema real no es la enfermedad en sí, sino el abandono, la soledad y la desesperanza. Ahí es donde hay que actuar.

Quienes promueven estas leyes siempre lo hacen con una narrativa sentimental, apelando a casos extremos para justificar lo injustificable.

Pero la historia nos ha demostrado que una vez que se abre la puerta a la cultura de la muerte, ya no hay freno. ¿Quién será el siguiente? ¿Los ancianos que se sienten una carga? ¿Los discapacitados? ¿Las personas con depresión severa?

En países como Holanda y Bélgica, donde estas leyes llevan años en vigor, los abusos se han disparado. Hay personas con enfermedades mentales que han sido autorizadas a morir, menores de edad que han recibido eutanasia, ancianos que han sido presionados por sus familias para «no ser una carga».

Cuando la vida deja de ser un valor absoluto y se convierte en una cuestión de conveniencia, el resultado es siempre una pendiente resbaladiza.

Como católicos, no podemos permanecer indiferentes ante esta tragedia.

No podemos permitir que se normalice la idea de que la muerte es una solución válida a los problemas de la vida.

 

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