La sociedad ha declarado la guerra al dolor. Hemos construido un sistema que, paradójicamente, convierte en patología cualquier incomodidad, y responde con algoritmos, fármacos o muerte a los gritos silenciosos de nuestros adolescentes.
Hoy, el suicidio juvenil crece de forma alarmante.
Las redes sociales, sí, tienen su parte de responsabilidad. Pero ¿de verdad son las únicas culpables?
¿No será que, al haber desterrado el dolor de la experiencia humana, también hemos expulsado la posibilidad de comprender la vida en su totalidad?
El caso de Molly Russell
Molly tenía 14 años cuando se quitó la vida. En su cuenta de Instagram quedó el rastro de un descenso en espiral: imágenes oscuras, frases de desesperanza, referencias al suicidio. Su padre, Ian Russell, inició una batalla pública contra Instagram y sus algoritmos, a los que acusó de haber “ayudado a mi hija a morir”.
La respuesta de la plataforma fue previsible: eliminar ciertas imágenes, impedir la búsqueda de contenidos extremos, mostrar alertas y mensajes de “¿Estás seguro?”.
Un intento superficial de solución, que muestra la lógica del sistema: todo puede resolverse con filtros digitales. Pero ¿y la pregunta de fondo? ¿Quién enseñó a Molly a mirar el dolor sin miedo? ¿Quién le ofreció un marco de sentido cuando sintió que su existencia era “un problema para todos”?
¿Solución o desconexión?
Las cifras son escalofriantes. En el Reino Unido, los suicidios entre adolescentes han aumentado un 67% desde 2010. En Estados Unidos, la tasa ha crecido un 56% en la última década.
A la par, también crecen los diagnósticos psiquiátricos, el uso de antidepresivos, los opioides y el recurso a terapias que, en muchos casos, no curan el alma, sino que la anestesian.
¿Estamos ayudando realmente a nuestros jóvenes, o simplemente los estamos aturdiendo? ¿Qué significa que la salud mental se haya convertido en un asunto estrictamente médico, desligado de la dimensión espiritual, moral y comunitaria del ser humano?
El “colonialismo diagnóstico” y la cultura de la fragilidad
En Inglaterra, ya no se trata de una crisis, sino de una forma de vida institucionalizada. Estudiantes universitarios que exigen espacios seguros para no sentirse “perturbados”, trabajadores que se acogen a licencias por ansiedad leve, adolescentes con identidad frágil formados en el rechazo de todo conflicto.
A esto, algunos lo han llamado “colonialismo diagnóstico”: la expansión desmesurada de categorías clínicas para etiquetar, gestionar y controlar todo lo que nos duele.
¿Y si este enfoque, lejos de ayudar, estuviera reforzando una cultura de fragilidad? ¿Y si, al impedir que nuestros jóvenes entren en contacto con el sufrimiento, les estuviéramos robando una parte esencial de su madurez?
Sin dolor, sin sentido
Desde la antropología católica, esta crisis tiene una raíz más profunda: hemos roto la alianza con el sufrimiento como parte constitutiva de la existencia humana.
La cultura cristiana no ha glorificado el dolor por sí mismo, pero sí lo ha reconocido como lugar de encuentro con lo más verdadero del ser humano.
En la cruz de Cristo, el dolor se vuelve redentor.
Es en la experiencia del límite, del fracaso, de la vulnerabilidad, donde el alma puede abrirse a una verdad más grande. No es masoquismo. Es madurez espiritual.
En cambio, hoy enseñamos a los adolescentes a temer el dolor. A evitarlo. A silenciarlo. Y cuando llega –porque siempre llega– no tienen herramientas para afrontarlo. Les hemos quitado la cruz, y con ella, la esperanza.
Redes sociales
Las redes sociales no crean el problema, pero lo magnifican. Instagram, TikTok y otras plataformas funcionan como espejos distorsionados donde la identidad se mide por la aprobación externa. “¿Cuántos likes tengo?” “¿Quién comenta mis fotos?” “¿Por qué nadie me escribe?”
En lugar de comunidades reales, ofrecen una conexión sin compromiso. En vez de vínculos sólidos, presentan vínculos líquidos. Y en vez de educar en el amor y el sacrificio, empujan a la comparación constante, al hedonismo narcisista y a la ansiedad por no ser suficiente.
Ged Fynn, CEO de Papyrus (organización británica de prevención del suicidio juvenil), lo dijo claramente: “el suicidio no es un hashtag”. Pero en esta sociedad donde incluso el dolor se convierte en contenido viral, esa línea se ha vuelto borrosa.
Redescubrir la vocación pedagógica del sufrimiento
Desde la mirada cristiana, el dolor no es un enemigo que debe ser eliminado a cualquier precio. Es un misterio que debe ser acompañado, compartido, ofrecido. La Iglesia, cuando es fiel a su tradición ofrece compañía, comunidad, sacramentos, y una promesa: “En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
¿Y si volviéramos a enseñar a los jóvenes que el dolor no es el fin de todo, sino el comienzo de algo más profundo?
¿Y si recuperáramos los símbolos, los relatos, los santos que enfrentaron la oscuridad sin rendirse? ¿Y si, en lugar de intentar suprimir todo malestar, enseñáramos a atravesarlo con esperanza?
Sin cuerpo, sin cruz, sin cielo
El drama no es solo la falta de atención psicológica, sino la ausencia de una educación integral.
Pero ¿qué les damos hoy? Una educación “inclusiva” que evita hablar del bien y el mal. Una visión laicista que desprecia el alma.
Un entorno hiperprotegido donde nada puede ser exigente, doloroso o trágico. Y entonces, cuando el vacío llega, los encuentra solos. Con sus pantallas, sus píldoras, y sus silencios.
El aumento del suicidio juvenil no se resolverá solo bloqueando imágenes en Instagram o invirtiendo millones en salud mental. Hay algo más radical que debemos hacer: reaprender a mirar el dolor como parte de la vida.
Esto requiere valentía cultural y espiritual. Requiere volver a hablar del alma, de la muerte, del mal, de la redención. Requiere educar en la paciencia, en la fortaleza, en el sacrificio. Y requiere comunidades vivas –familia, Iglesia, escuela– que no huyan cuando las cosas se oscurecen.
No es fácil. Pero si no enseñamos a nuestros hijos a convivir con el dolor, otros lo harán. Y quizás les prometan una salida que es solo oscuridad y muerte.











