Leí no hace mucho en la revista Ethic un artículo de Rubén Amón que abogaba por legalizar la prostitución, como remedio a los males que rodean a esta práctica. Critica el señor Amón, y no le falta razón, al partido del Gobierno que parece enarbolar la bandera de la abolición de la prostitución. La verdad es que da cierto alipori escuchar a esos señores tan aficionados a las señoritas de compañía decir ahora que quieren prohibir el oficio, dicen, más antiguo del mundo.
En palabras del periodista, se legisla contra la prostitución desde el púlpito, pero se la consume en diferido. El caso es que no es la primera vez que los señores del PSOE alzan esta bandera, que, para el autor del artículo al que me refiero, no es más que una pieza de atrezzo. La sacan cuando les va bien, a sabiendas de que es una batalla perdida, y, poco a poco, la van arriando, hasta guardarla en el cajón de los temas incómodos. Como si bastara con fingir que se quiere hacer algo para no tener que hacerlo. Algo parecido a lo que hace el PP con el aborto, aunque esto sería motivo de otro artículo.
Hasta aquí, en líneas generales, estoy de acuerdo con Rubén Amón. Continúa diciendo que la prohibición no elimina el fenómeno. Un argumento muy liberal, aunque en este caso, hasta cierto punto, puedo estar de acuerdo. Prohibir la prostitución no va a acabar con ella. Pero el Estado, que debe velar por el bien común, no puede arrogarse el poder de legislar a favor de prácticas que atentan contra la dignidad de la persona. No podemos impedir que cada cual haga con su cuerpo lo que le parezca. Pero tampoco debemos hacer legal una práctica que degrada al que la ejerce. Igual que el Estado no debe legislar, aunque lo haya hecho, en favor del aborto o en favor de la eutanasia. Y estos vuelven a ser temas de otros artículos.
La prostitución, en sí misma, es indigna, no importa que la ampare un marco legal o no.
Acudir a ella libremente, como defienden los liberales, no la dignifica. El que acude a ella libremente lo hace porque su libertad está viciada, o al menos ofuscada por torpes pasiones. Por tanto, legalizar dicha práctica es legalizar la indignidad, es legalizar la degradación de la mujer, es legalizar que los hombres puedan mirar a una mujer (porque son mujeres, no nos engañemos, la inmensa mayoría de las que ejercen la prostitución, y hombres los que acuden a ella) mirarla como si fuera un trozo de carne, como un objeto que se me ofrece desde un escaparate y puedo comprarlo como me compro unos vaqueros o un solomillo de ternera.
Dice el señor Amón en su artículo que legalizar no significa promover, sino que significa reconocer una realidad y proteger a quienes la habitan. Se expresa de maravilla don Rubén, pero en esto estoy en total desacuerdo con él. Quizá legalizar no signifique promover, pero toda práctica legalizada incrementa de manera desbordante su ejercicio. Lo hemos visto con el aborto, lo estamos viendo con la eutanasia (acudan a estadísticas oficiales si no me creen) y lo vemos con la misma prostitución en los países en los que ya se ha legalizado.
En esos países en los que la prostitución es legal no han disminuido los problemas derivados de la misma, sino al contrario, se han incrementado. Los hombres del negocio del sexo siguen existiendo, y siguen explotando a las mujeres, ahora protegidos de alguna manera por un marco legal. Lo que lleva también a muchas mujeres a salirse de esos cauces legales y buscarse el negocio por su cuenta, en la calle. Luego es falso que, legalizando la práctica, se erradica la prostitución callejera. Tampoco desaparecen las mafias, que siguen actuando, especialmente con menores inmigrantes de los llamados países del Tercer Mundo.
Un país que acepta el aborto, decía Santa Teresa de Calcuta, es un país que está enseñando a sus gentes a ejercer la violencia para obtener aquello que desea.
Otro de los argumentos de don Rubén es que no hace falta ejercer la prostitución para defender su regulación. Como, añade, no hace falta abortar para defender el aborto. El sempiterno argumento liberal para defender lo indefendible. En este caso, además, mezcla dos prácticas que nada tienen que ver. Ambas degradan la dignidad de la mujer, y en eso sí se parecen. Pero en el caso del aborto entra en juego una vida ajena, una vida inocente, y eso ya es harina de otro costal. Pienso, y en esto estoy de acuerdo con Rubén Amón, que la abolición no es la solución al problema de la prostitución, pero el caso del aborto (y volvemos a meternos en tema para otro artículo) es totalmente diferente, pues estamos hablando de la eliminación de un ser inocente. Un país que acepta el aborto, decía Santa Teresa de Calcuta, es un país que está enseñando a sus gentes a ejercer la violencia para obtener aquello que desea.
Otro de los argumentos esgrimidos en el artículo para defender la legalización de la prostitución es que la única forma de combatir el delito es consolidar el marco legal. No se está refiriendo a la prostitución al hablar de delito, sino a los que se cometen en torno a ella. Pero ya hemos visto, refiriéndonos a los países en los que la prostitución es legal, que no es así. Que las mafias siguen actuando, que los delitos se siguen cometiendo, y que la legalización no ha logrado proteger a la mujer de las formas de violencia que contra ella se ejercen mediante la práctica de la prostitución.
La abolición no llegará, afirma Amón. Y estoy de acuerdo con él. Los partidos, como hemos visto al principio (hemos hablado del principal partido del Gobierno, pero el principal partido de la oposición no se diferencia en nada al primero en este punto) obedecen a intereses partidistas, esgrimen argumentos hipócritas, y no tienen ninguna voluntad de crear leyes abolicionistas. Estoy también de acuerdo con el señor Amón, y esto quizá choque con el pensar de muchos católicos, que la abolición tampoco es la solución. Dice Santo Tomás de Aquino que en el gobierno humano, quienes gobiernan toleran también razonablemente algunos males para no impedir otros bienes, o incluso para evitar peores males. (Suma Teológica II-IIae, 10-11). Y dice San Agustín (De Ordine, II), apoyando la tesis de Santo Tomás, quita a las meretrices de entre los humanos y habrás turbado todas las cosas con sensualidades.
La solución, por tanto, no es legalizar, sino volver a poner frenos morales que encaucen la sexualidad humana.
¿Cuál es entonces la solución? Bajo mi punto de vista, a esa solución apunta Chesterton, aunque no se esté refiriendo en este caso a la prostitución. Chesterton dice que la sexualidad no es algo malo, más bien al contrario, es algo muy bueno. No puede ser malo algo que viene de las manos de Dios, y que la Iglesia Católica bendice. La sexualidad es algo bueno, como es buena el agua. Pero cuando el agua se desborda (lo hemos visto recientemente con la Dana en Valencia) puede llegar a provocar verdaderas catástrofes humanas. Lo mismo ocurre con la sexualidad. Dentro de sus cauces, es algo maravilloso. Pero si la sacamos de ellos, si dejamos que se desborde, sume al ser humano en la máxima degradación. La solución, por tanto, no es legalizar, sino volver a poner frenos morales que encaucen la sexualidad humana.
Y eso se hace educando en la templanza, apagando los reclamos que encienden el deseo de acudir a la prostitución, formando las conciencias, educando la libertad y enseñando que las acciones tienen consecuencias. Educando en virtudes cada vez serán menos las mujeres que decidan vender sus cuerpos, y cada vez serán menos los hombres que vean en ellas objetos de consumo. Como, desde luego, no se lucha contra la prostitución es con hipocresía y con la doble moral de nuestra sociedad, que pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
Otro de los argumentos de Rubén Amón es que no hace falta ejercer la prostitución para defender su regulación. Como, añade, no hace falta abortar para defender el aborto Compartir en X









1 Comentario. Dejar nuevo
Un gran artículo