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Al tolón de las campanas

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Recién releída la Divina Comedia, acostumbro a pensar que el Infierno de Dante se parece a nuestra realidad más próxima. Guerra, sangre, lágrima. Mientras, los que amamos la palabra escribimos sobre ello. Deseamos que nos reconozcan en elogios por el magnífico, pero alejado, retrato de la muerte o de la catástrofe. Resulta, cuanto menos, hipócrita. Todos, desde este lado cómodo de la trinchera, tan untuosos, tan falsamente optimistas, creemos que nos sobrepondremos al mal con la tinta. Pero se nos olvida que somos humanos. Que hay gente que porta una pistola, en vez de una pluma estilográfica. Y que, aunque no arrebatemos vidas, después de escribir nuestros magníficos artículos y columnas, somos más parecidos al mal de lo que pensamos. Insultamos, odiamos, y, en ocasiones, deseamos que al de al lado le vaya peor.

Somos drogadictos de precipitar nuestras vidas hacia las bajas pasiones

Somos drogadictos de precipitar nuestras vidas hacia las bajas pasiones, hacia las oscuras y tenebrosas garras de la vileza, hacia el veneno de la tentación que hace caer cualquier reino de razón y bondad. Preferimos confesar los pecados de los demás, en vez de los nuestros. Consumimos noticiarios repletos de desgracias. Nos encanta el morbo. No existen periódicos de buenas noticias. Se arruinarían.

Creo que no hay mirada bastante poderosa que pueda penetrar sin estremecerse en esta realidad, donde se retuerce el esclavo mordiendo sus cadenas, rodeado de tinieblas y amarguras, apurando hasta las heces el cáliz de todas las agonías, sin pan, sin fuego, sin vestido, marcando el rostro y las espaldas con los ramales del látigo.

El sudor y la sangre son recogidos por el sudario al tiempo que la sabiduría popular prende la llama, y, como aliada nuestra, atrae a la piedra, que vuelve a presentarse en nuestro camino, para hacernos saber que vamos a tropezar con ella. Y tropezamos. Es ahí, quizá, que viene a traernos algo la memoria. Habitamos por instantes en el Purgatorio, mostrando nuestros sentimientos más profundos. Nos arrepentimos, lloramos, abrazamos, perdonamos, pero, al tiempo que ha venido, todo esto se va, se olvida. Y volvemos a esperar para cruzarnos con la misma piedra que nos hizo caer. Y caeremos.

¿Pero, a qué esperamos en realidad?

En las instrucciones poéticas de Alighieri, a pesar de que, con su juicioso dedo, dictaminara sentencia sobre “los buenos” y “los malos”, se infiere una profusa enseñanza. La maldad, el temor, el odio resurgirán. Sin embargo, todo ello fue concebido después de la creación de las cosas eternas. Y en este alivio el autor florentino nos concede un final al sufrimiento. No sabremos cuándo. No sabremos cómo. Nada depende de nosotros. Ni de los de la pluma estilográfica ni de los de la pistola. Basta con coger las armas de la luz.  Porque tan solo un hombre o una mujer con esperanza sirven para acallar los lamentos y para apagar las llamas que calcinan los corazones de sus hermanos. Esos actos, que son de amor, son los que realmente arman nuestras vidas de esperanza, los que, desde su incorruptible verdad, sostienen la buena virtud que de ellos puede brotar.

llegará el día en que el arrepentimiento y el perdón serán entendidos como cosas bellas

En esta comedia, que es nuestra vida, nos aproximamos cada vez más al altar de los altares, donde llegará el día en que el arrepentimiento y el perdón serán entendidos como cosas bellas, humanas y provistas de inspiración divina y de pureza. Entonces, sonarán las campanas, y, en cada tolón, el demonio, el que llevamos dentro, se recostará sobre sí mismo, envolviéndose sobre sus alas y convirtiéndose en roca. Nosotros, mientras, esperaremos esa procesión de almas atildadas de miedo y rencor que cruzarán el puente entre la vida y la muerte para, al final, alcanzar las raíces del Empíreo.

Así somos los humanos. Muy “dantescos”.

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