La publicación de Los arrianos del siglo IV, de John Henry Newman, es todo un acontecimiento. Profundo estudioso y conocedor del cristianismo de los primeros siglos, para Newman lo sucedido en aquellos momentos en que la naciente Iglesia iba tomando forma era fundamental, seguĆa muy vivo y para nada era objeto de arqueologĆa. Sin ir mĆ”s lejos, su estudio del monofisismo fue clave en su camino de conversión, al verse obligado a reconocer, con una honestidad poco frecuente, que su postura, la de la vĆa media anglicana, era equivalente a la de los monofisitas. AquĆ Newman aborda en profundidad el arrianismo, otra de las convulsiones que marcaron la historia de aquella joven Iglesia.
Soy consciente de que es poco probable que esta obra escale las listas de best sellers, pero vale la pena que los lectores interesados en la historia, en la teologĆa y en la vida de la Iglesia, le dediquen un tiempo de su atención. Newman aborda la cuestión desde dos Ć”ngulos. Por un lado, el teológico, tratado con mayor extensión, detallando las escuelas, afirmaciones dogmĆ”ticas, malentendidos⦠de unas disputas que no se reducen a católicos ortodoxos contra arrianos. Sabelianos, eusebianos, semiarrianos, anomeos⦠y obispos que se mueven de un grupo a otro, a veces porque han disimulado, otras veces porque no habĆan entendido plenamente las implicaciones de lo que sostenĆan. Junto a esa parte teológica, que puede resultar algo ardua para quien no estĆ© familiarizado con el debate cristológico y trinitario, encontramos una explicación del desarrollo histórico del desafĆo arriano, tambiĆ©n complejo pero trepidante y del que se pueden extraer muchas enseƱanzas.
Newman inicia su recorrido antes de la aparición del arrianismo propiamente dicho, centrĆ”ndose en la iglesia de AntioquĆa (que sale bastante malparada, influida por el ebionismo y la escuela de los sofistas y cuna del arrianismo) y la iglesia de AlejandrĆa (que Newman salva de las acusaciones que pesan sobre ella pues en ella aparece Arrio). Entre los mĆŗltiples aspectos que aparecen en el texto, que aunque eminentemente teológico tambiĆ©n tiene espacio para detalles mĆ”s prosaicos, me ha llamado la atención un elemento secundario, el del uso de versos y canciones propagandĆsticas, pero que se encuentra tambiĆ©n en el luteranismo y llega hasta nuestros propios dĆas: ālos versos, compuestos para uso del populacho para ridiculizar la doctrina ortodoxaā.
El libro, que puede en ocasiones detenerse en cuestiones que podrĆan parecer alejadas de los problemas actuales, estĆ” trufado de pequeƱas joyas como Ć©sta: āQue el mero estudio privado de la Escritura no es suficiente para llegar a la verdad exacta y completa que en ella realmente se contiene se muestra en el hecho de que Dios ha provisto siempre de credos y de maestrosā. Y hablando de la secta eclĆ©ctica, que pretendĆa recoger los mejores aportes de los diferentes sistemas filosóficos y fundirlos en una doctrina, y que corrompió a algunos cristianos, Newman no duda en detectar en ella el mismo impulso del liberalismo teológico de su Ć©poca que se mantiene tan vivo hoy en dĆa y del que escribe que es una āherejĆa que se ha mostrado , mĆ”s que ninguna otra, ansiosa de mantenerse oculta bajo las apariencias de la religión autĆ©ntica, guardando las formas del cristianismo mientras destruye su espĆrituā. Aparece tambiĆ©n como algo muy actual una de las tĆ”cticas de Arrio: ārecurrir a una explicación figurativa para quitar toda fuerza a las mĆ”s claras declaraciones de la Bibliaā.
Los arrianos actĆŗan en unas iglesias que algunos contemporĆ”neos ortodoxos describen con tonos bastante Ā negativos (hundiendo asĆ el mito de una iglesia pura de los primeros siglos que serĆa corrompida despuĆ©s por el āconstatinismoā): ātodos tienen gran concepto de sĆ mismos; todos tienen pretensiones de sabiosā. Como curiosidad tambiĆ©n seƱala Newman que Arrio era seguido con entusiasmo por hasta setecientas mujeres, ālas cuales recorrĆan AlejandrĆa para promover su causaā. Y que no se me enfaden los mĆ©dicos, pero Ā cuenta Newman que ālas escuelas de medicina estaban en esa Ć©poca infectadas de arrianismoā.
Otra joya de Newman que ni pintada para los tiempos que vivimos: āSi la Iglesia ha de tener fuerza e influencia, ha de expresar su doctrina en un lenguaje decidido y claro,⦠La pretensión de acoger opiniones diversas, por bien intencionada que a menudo pueda ser, implica confundir las fórmulas verbales que solo existen en el papel Ā con la realidad de los hĆ”bitos mentalesā. Y advierte de las fórmulas vagas en las que se creĆa que se podĆa conseguir un consenso que contentase a todos, sabelianos, ortodoxos, arrianosā¦: āhay que admitir, pues, que no hay dos opiniones tan contrarias entre sĆ que no permitan hallar alguna fórmula verbal lo suficientemente vaga que las incluya a ambasā.
Como no podĆa ser de otra manera, Newman dedica una importante parte de la obra al Concilio de Nicea, sus prolegómenos, desarrollo y consecuencias. Cómo se demoró por la actitud de diversos pastores que querĆan evitar un enfrentamiento abierto con Arrio que, preveĆan, desgarrarĆa a la Iglesia. En palabras de Newman, āel daƱo que se produjo con esta inoportuna mansedumbre llegó a ser considerableā. Los debates terminológicos, las trampas y dobleces, los cĆ”lculos, la ignorancia⦠todo esto aflora en Nicea, pero tambiĆ©n la expresión de la verdad católica con fuerza y claridad. Aparece tambiĆ©n algo que va a ser elemento clave tanto aquĆ como en el auge del semiarrianismo y en la āsegunda olaā, por decirlo con tĆ©rminos de actualidad, del arrianismo: el papel, importantĆsimo, de los emperadores en la pervivencia y auge de la herejĆa. Empezando por el mismo Constantino, muy influido por Eusebio, que segĆŗn Newman āha de ser tenido como la verdadera cabeza del partido herĆ©ticoā, y seguido por algunos de sus hijos con mayor intensidad, especialmente por Constancio. Y es que si el edicto de MilĆ”n tuvo consecuencias indiscutiblemente beneficiosas para la Iglesia, aparece aquĆ ya con claridad la intromisión del poder polĆtico en los asuntos de la Iglesia, en ocasiones con buena intención, pero las mĆ”s de las veces favoreciendo gustos, caprichos y una concordia irenista que dañó mucho a la Iglesia y que fue combatida por los católicos ortodoxos, empezando por Atanasio, que āmantenĆan los principios de la unidad eclesiĆ”stica contra aquellos que estaban dispuestos a sacrificar la verdad en aras de la pazā. Sin las intromisiones de los emperadores y la influencia de la corte, la herejĆa arriana hubiera tenido un recorrido mucho mĆ”s limitado.
TambiĆ©n nos presenta esta obra la apasionante vida de san Atanasio (de quien Newman da unas pinceladas que saben a poco), de AlejandrĆa a la Galia y de ahĆ a Mesopotamia, amenazado y perseguido, pero siempre un gigante de la fe que supo combinar determinación en la defensa de la ortodoxia con flexibilidad a la hora, por ejemplo, de aceptar a los arrepentidos (algo en lo que falló uno de los pocos apoyos de Atanasio en el nefasto concilio de MilĆ”n, el obispo de Cagliari, Lucifer). Y es que, explica Newman, āmuchos habĆan sido inducidos a aceptar las opiniones arrianas sin haberlas comprendido y sin consecuencias prĆ”cticas. Esto es lo que sucedĆa sobre todo en Occidente, donde, en lugar de a las falaces sutilezas que la lengua latina difĆcilmente toleraba, se habĆa recurrido a amenazas y malos tratosā.
Ya ven que el libro y la temĆ”tica abordada quizĆ”s no son fĆ”ciles, pero sĆ son apasionantes y darĆ” mucho que pensar a cualquier lector con un mĆnimo de formación previa.