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¡Ay de aquellos que dejan morir a la gente!

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En la ciudad de Barcelona, centro mundial de la progresía, mueren de promedio cada mes 6 personas de las que viven en la calle, claro está que no por voluntad propia, sino por circunstancias de la vida.  Así fue a lo largo de todo el año pasado, y así se ha repetido durante el mes de enero de este año.

Situemos en su contexto estas cifras, para constatar la tragedia aguda que estamos abordando.

76 muertos al año, se producen  sobre un total de 900 a 1300 personas, que según los distintos recuentos, constituyen el total hoy de quiénes se ven obligados malvivir en la calle. Esto representa una tasa de mortalidad de casi el 6% en el mejor de los casos. Es una brutalidad. Comparemos aquel número de muertes con otra cifra trágica, la de los feminicidios de pareja, que rondan para toda España el medio centenar anual, y a su vez comparemos la notoriedad y recursos que se aplican a estas, y la atención y políticas públicas que rigen para los muertos sin hogar.

Toda muerte es luctuosa, pero en este caso la comparación solo puede llamar al escándalo. Porque los 76 cadáveres anuales son solo los de Barcelona, pero es obvio que casos parecidos se darán en otras ciudades de España, y por consiguiente los cadáveres de indigentes se multiplican sin que pase nada, sin que estalle el escándalo.

¡Ya está bien de tanta injusticia! De tanto para unos y nada para otros. Una injusticia que anida en los propios medios de opinión, que se extiende a los partidos políticos, sin conciencia, y que está enraizado, y esto es lo peor, entre quienes nos gobiernan.

Porque además, todo esto sucede cuándo el Gobierno de Madrid  nada en la abundancia económica, gracias a la inflación que esquilma nuestros bolsillos, cuando el Gobierno de la Generalitat dispone de un presupuesto histórico, y cuando el Ayuntamiento de Barcelona también vive un periodo de vacas gordas, con el común denominador de todos ellos, de considerarse los más progresistas de la historia, y sacan pecho, venga o no a cuento,  de sus programas sociales, pero por lo visto no les alcanza, para evitar que mueran en la calle cada mes 6 personas en Barcelona, de un total que en cifras redondas pueden ser más o menos mil. Para esto no les llega el dinero, ni son capaces de aplicar la abundante nómina de funcionarios dedicados a los servicios sociales. Son cómo sepulcros blanqueados que esconden una gusanera.

Pero no es este el único motivo de indignación. Hay otro de espectacular, que afecta al Gobierno de España directamente, y a su acólito, honoríficamente independiente, que es la presidenta del Congreso de los Diputados,  Meritxell Batet, y la mesa que lo rige.

Se trata del proyecto de ley  sobre el ELA, esa terrible enfermedad, que condena quienes la sufren a una progresiva parálisis, que termina con la muerte. Para paliar sus efectos, y conseguir que vivan en condiciones de dignidad inherentes a la condición  humana, requieren de recursos económicos crecientes en la medida que progresa su deterioro. A pesar de esta urgencia, la mesa del Congreso dirigida desde La Moncloa, y que tiene como «Pulcinellas»,  a los miembros del PSOE  y de Unidas Podemos, que componen la mayoría, ha ampliado nada menos que 33 veces el plazo de enmiendas, que es el procedimiento que se utiliza para enviar una ley a la vía muerta.

Cuando les interesa, caso de las modificaciones de la normativa sobre sedición y malversación tardaron 40 días, o en el caso de las leyes de muerte como la Eutanasia y el Suicido Asistido, resuelta como proposición de ley por la vía rápida, pero  en aquello que debe ayudar a los enfermos de ELA, para eso no tienen prisa. ¿Cómo calificar a quienes así actúan? Para todas estas personas con ELA, que siguen amando la vida, y que podrían vivirla en condiciones razonables con las debidas ayudas, para esto no hay urgencias, ni para el gobierno, ni para la mesa del Congreso. Todo ello, a pesar de que fue aprobada la toma en consideración el 8 de marzo del año pasado, pronto hará un año, y todavía no se ha movido ni una coma. ¡Vergüenza!

Toda la prisa del mundo para que la gente se suicide o la maten, legalmente claro está, pero ni un paso adelante para ayudar a vivir a quienes lo desean. ¿Qué tipo de libertad es la de este sistema, que te da a escoger entre morir sufriendo o que venga un pretendido médico sin juramento hipocrático y te mate?

¿Hasta cuándo vamos a soportar Catilina tanta farsa, abuso e injusticia?

¡Ya está bien de tanta injusticia! De tanto para unos y nada para otros. Una injusticia que anida en los propios medios de opinión, que se extiende a los partidos políticos, sin conciencia, y que está enraizado, y esto es lo peor,… Clic para tuitear

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Es cierto que algunos de los indigentes sin techo, cuando se les presenta la opción de ir a dormir a un albergue, dicen que no. Ello no obsta, por supuesto, para considerar razonable y necesario este artículo que pone de manifiesto, de nuevo, que demasiadas veces los políticos no miran por el bien común –y en esto, discrepo de lo que afirmó un arzobispo español hará unos dos años–. Se acabaron los confinamientos y ningún gobierno autonómico ni el central han dado cuenta de las miles de personas mayores o con alguna discapacidad muertas en las residencias al final del invierno y en la primavera de 2020. No ha habido comisiones de investigación sobre algo tan grave. Esos políticos eluden responsabilidades al fiarse de la clemencia de muchas personas que creen que «se hizo lo que se pudo»: otra faceta más del buenismo.
    Nos seguimos preguntando cuántas personas se podrían haber salvado si no hubiera habido tanta corrupción sobre todo desde mediados de los años 90, si hubiera habido mayor previsión, si no se hubiera obstaculizado o negado la construcción de hospitales de campaña, si hubiera existido una buena coordinación administrativa para trasladar a enfermos a hospitales no repletos limítrofes de otras comunidades o provincias o a hospitales privados aunque fueran «de pago» debido a la extrema situación.
    Los mismos que no hicieron todo lo posible por salvar a nuestros abuelos o discapacitados dentro de poco nos pedirán el voto. Los mismos que, mayoritariamente, por si el número de ancianos pasaportados les pareció corto, a los pocos meses aplaudieron la ley de la eutanasia. Los que, aprovechando esa mortandad, subieron el impuesto de sucesiones (hace falta tener sangre de horchata y rostro de hormigón armado para, aprovechando la oportunidad nutrir de oro al becerro).
    Los pobres que mueren en la calle, mueren porque el dinero que había de socorrerlos se fue allá por 2008 por las alcantarillas de varias cajas de ahorro tomadas por los partidos políticos; o por las tragaderas del Fórum Filatélico y luego de las Preferentes. No hay dinero para ellos porque lo necesitan para las campañas con que se alienta la crucifixión de los niños: si lo consienten, que hagan el amor con quien quieran; les guste o no, que reciban adoctrinamiento sexual desde los cuatro años; si lo sienten así, que se cambien de sexo, tranquilamente. Para eso está el dinero, para dilapidarlo en la destrucción de la persona y para no escatimarlo como premio a los medios que argumentan a favor de tanta destrucción; para no cicateárselo a las centrales sindicales que no son ejemplo de transparencia ni de servicio. Ahora, cuando casi se enfila la recta preelectoral de mayo, un gobierno autonómico promete un hospital- residencia específico para enfermos de ELA. Pero seguirán aireando que la capital necesita de la semana o semanas del «orgullo» –ese espantajo cuyo núcleo duro es la fealdad– resultan necesarias porque «ya son parte de la vida financiera de la ciudad».

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