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Cómo la baja natalidad hundió el Imperio Romano

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Nuestro interés por la historia persigue evitar que repitamos los mismos errores del pasado, pero en la cuestión demográfica preferimos la ignorancia.

En el declive y caída del Imperio Romano, la población jugó un papel esencial. Su implosión demográfica fue consecuencia de un cambio cultural simultáneo en varios ámbitos. Así, la élite del patriciado adquirió un comportamiento restrictivo con la descendencia por temor a la pérdida y dispersión del patrimonio. La filiación numerosa ya no fue vista como un bien, sino que el mantenimiento del estatus social se impuso. El aborto se convirtió en un acto frecuente.

En otro frente, la esclavitud alcanzó un peso extraordinario, llegando a ser en tiempos de Augusto el 40% de la población de la península Itálica. El esclavismo presentaba, por sus propias condiciones de vida, una baja tasa de natalidad. Parir es donación y gesto de esperanza. Pero ¿qué puede donar y esperar un esclavo en el latifundio o las minas romanas?

También se produjo una pérdida de sentido del vínculo familiar que, por su propia lógica interna, solo puede ser fuerte, pero el esclavo no puede decidir sobre su destino y lugar, ni el de su familia.

En definitiva, la cultura del Imperio deja de ser natalista -a lo que contribuye el maniqueísmo- y ello mermó su capacidad para recuperarse de las adversidades, tanto de enfermedades, como de guerras.

Desde el punto de vista demográfico, la Europa, que renace ha pesar del azote reiterado de la peste, no es fruto de Roma, sino de una nueva estrategia de población aportada por el cristianismo. Como apunta el sociólogo y demógrafo Javier Barraycoa: La sociedad medieval se caracteriza por la existencia de un matrimonio más retardado, pero con mayor descendencia, un mayor control sexual para que las relaciones sexuales tiendan a concentrarse en el matrimonio y un porcentaje mayor de celibato y soltería. Este modelo es mucho más flexible y adaptativo.

En los supuestos de exceso de población se retrasa la edad del matrimonio y aumentan los célibes. Ante un descenso se reduce el número de estos y se avanza la edad de la unión matrimonial. Su aplicación, con variables temporales y locales, se extiende desde la Edad Media hasta la primera mitad del siglo XX, es decir hasta ahora mismo. De hecho, nuestra sociedad y sus mecanismos reflejos todavía están habituados a este modelo, cuando en realidad hace ya algunas décadas que ha dejado de existir. En parte, esa inercia mental explica por qué afrontamos el fin del estado del bienestar tan mal pertrechados.

La ventaja del modelo histórico impulsado por la cultura cristiana se aprecia ante los estragos de la peste, como reseñaba en 1982 Pierre Chaunu:

“De 1347 a 1352 el número de muertos se sitúa en los 14 y 15 millones por lo menos, sin duda más, quizás 20 millones en tres años, una cifra enorme para la población de la época. Una tercera parte de la cristiandad fue aniquilada”. La peste azota Europa hasta finales del siglo XVII, a pesar de ello no se corrió el riesgo de repetir el colapso demográfico del Imperio Romano. No solo sobrevivimos a ella, sino que nos convertimos en un continente demográficamente pujante, precisamente porque existía una concepción antropológica y cultural muy favorable, no solo a la procreación, sino a una autorregulación natural a causa de la flexibilidad de su modelo demográfico. A pesar de la plaga bubónica y de las guerras, la población europea representaba el 10% de la población mundial en 1950, antes de la gran revolución cultural de los setenta. A partir de ahí la vitalidad desapareció: solo un 6% en 1990 -un punto de disminución por década- y un peligroso 4% en el 2020, para el equilibrio geopolítico y la propia supervivencia del modelo de vida europeo.

Regresemos al hoy. Todas aquellas constantes están presentes: cultura antinatalista, pérdida de sentido del matrimonio como vínculo fuerte, un proletariado inmigratorio creciente y una gran presión sobre las fronteras. La historia no se repite, de acuerdo, pero a veces se parece.

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