Hay un anhelo que el turismo no puede saciar, un descanso que ninguna playa ni escapada puede garantizar. Cada verano, millones de personas hacen maletas en busca de algo más que sol y relax: buscan, aunque no siempre lo sepan, paz interior. Y sin embargo, vuelven tan agotados como se fueron. ¿Por qué?
¿Y si las vacaciones fueran una oportunidad para algo mucho más profundo que descansar: contemplar?
La contemplación fue durante siglos el corazón palpitante de la vida espiritual cristiana. Hoy, como advierte el filósofo y teólogo Kevin Hart, la hemos reducido a poco más que “darle vueltas a algo” o dejar volar la mente. Pero en su verdadero sentido, contemplar no es distraerse: es despertar, es volver a mirar el mundo —y a nosotros mismos— desde Dios.
Redescubrir la contemplación
Tal como señala el filósofo y teólogo Kevin Hart, la contemplación ha sido degradada en el lenguaje moderno: ya no se la vincula con la profundidad espiritual, sino con algo cercano al ensueño o la vaguedad intelectual.
Esta trivialización es sintomática de una cultura que valora la productividad constante y relega la vida interior al margen.
Sin embargo, Hart, en obras como Contemplation y Lands of Likeness, propone recuperar la rica tradición cristiana de la contemplación. Para él, contemplar no es “perder el tiempo”, sino abrirse a la Presencia divina, acoger el misterio, “levantar el alma” —como diría san Bernardo— hacia los cielos.
Como apunta Hart: “la contemplación es libre y aventurera; es placentera; y realiza una labor valiosa al acercarnos a Dios”.
¿Vacaciones o vocaciones?
En este sentido, las vacaciones pueden ser más que una pausa de obligaciones. Son también una vocación al silencio, a la belleza, al asombro, y, sobre todo, a la oración.
Lejos del ruido, el verano puede ofrecernos el tiempo y el espacio que tanto escasean durante el año para ejercitarnos en una práctica que la tradición cristiana considera una de las formas más elevadas de vida espiritual.
La contemplación cristiana, a diferencia de otras tradiciones místicas orientales, no busca simplemente la auto-regulación emocional ni la evasión del sufrimiento.
Como señala Hart, mientras que en el budismo o el taoísmo el objetivo es liberarse de pasiones perturbadoras como el miedo o el deseo, en el cristianismo la contemplación es una forma de unión con Cristo, una configuración progresiva con Él, por gracia, a través de la mirada amorosa.
Contemplar es, por tanto, participar de nuestra vocación más profunda: ser imagen de Dios (imago Dei). No es un lujo para monjes ni una curiosidad para poetas: es un llamado para todos los bautizados, especialmente en un tiempo donde el alma, exhausta por el exceso de información y entretenimiento, clama por el descanso que sólo Dios puede dar.
Mirar el mundo como creación
Hart utiliza una hermosa imagen antigua: el templum, aquel lugar sagrado en Roma donde los augures leían el vuelo de los pájaros para descifrar los signos divinos. En clave cristiana, el mundo entero se convierte en un templum cuando lo miramos no como mera naturaleza, sino como creación.
El vuelo de las aves, una flor silvestre, una brisa de verano… todo puede tornarse ocasión de ascenso espiritual si lo contemplamos con ojos abiertos por la fe.
En este punto, Hart sigue la línea de pensadores cristianos como Richard de San Víctor, para quien “todo puede ser contemplado”, desde un paisaje hasta una hoja. Contemplar es, entonces, un ejercicio que afina nuestra sensibilidad espiritual, un modo de vivir atentos a las huellas de Dios en lo cotidiano.
Contemplar como resistencia
Frente a las pantallas y la ansiedad, la contemplación cristiana se presenta como un acto de resistencia espiritual.
Hart lo dice claramente: si contemplar parece un “lujo” inútil, ¿acaso no lo es también pasar horas frente a un teléfono? La diferencia es que la contemplación no nos aliena, sino que nos reintegra.
Contemplar a Dios en la naturaleza, en las Escrituras, en el silencio del corazón, es un modo de liberarnos de las múltiples formas de fascinación vacía que nos ofrece el mundo. Es recuperar la presencia, la atención, la interioridad.
Verano: tiempo de vuelo
Este verano, no sólo “desconectes”. Conecta con lo eterno. Regálate momentos de contemplación. Abre la Biblia al aire libre. Guarda silencio frente a un atardecer. Reza con los salmos. Redescubre que no estamos hechos sólo para producir o consumir, sino para adorar. Y que, en esa adoración, el alma encuentra el descanso que buscaba.
Porque, en definitiva, no hay vacaciones verdaderas sin un descanso en Dios. Y eso es precisamente lo que la contemplación cristiana nos ofrece: un anticipo de la paz eterna, un sorbo del agua viva que calma toda sed.










