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En busca de la Verdad (XIV)

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El trabajo nos ilumina el camino adentrándonos en la Verdad que perseguimos, a medida que profundizamos en esta oración que nos hace partícipes del yugo de Jesús, y con Él reinamos en el mundo como primicia del Cielo. ¡AbracémosLe!

Trabajo por amor, y

mi amor es el trabajo

de la flor,

que brota i crece

entre espinos y entre bestias,

que sé que a medida que respiro

enciendo luces por doquiera,

donde está Dios, donde mora

la Vida, la celeste Vela, la eterna Aurora;

la Llama

que me inflama i me ilumina

el camino i la presencia i la vida;

esa era ya la que yo buscaba:

la Verdad que me era esquiva.

La Verdad o se busca o se sufre. Es natural que así sea, porque la oración es una extensión de la propia vida, lo mismo que la vida es siempre el reflejo de la propia oración, y juntas iluminan la Verdad desde una perspectiva personal, de manera que a la Verdad llegamos viviendo vida de oración. Dando por probado que una simple queja puede ya ser una oración que grita desde las cavernas. Todos lo hemos experimentado alguna vez.

Cuando vivimos, necesitamos respirar para permanecer en nuestras constantes vitales, y así poder actuar. Algo parecido sucede con la oración, que nos sostiene y nos estimula a seguir el camino que nos indica la luz primera, y así, caminando entre la espesura, vivimos alicientes (positivos o negativos humanamente hablando, pero siempre positivos en el saber de Dios) que nos dirigen, a tientas o no, hacia la Tierra Prometida.

OK. Ahí tenemos la oración, pero ¿qué hay de su contexto?

Oración y vida

Hay muchos tipos de oración. Tantos como personas y otras tantas circunstancias personales. La oración cambia a lo largo de la vida, tanto en el corto como en el largo término. Pero eso no implica el obligado cumplimiento de aceptar las circunstancias para ser capaces de orar, pues la oración surge en todo momento: tierna con las flores de la vida, un grito entre las bestias.

El niño nos muestra bien a las claras lo que estamos intentando entender. Él se expresa sin tapujos, de manera sencilla y tan tierna que nos habla con su misma inocencia de la pureza que habita en el alma humana virgen.  Pues es el mundo el que corroe el alma; el alma es participación de la esencia divina, es nobleza, es vida pura, de Dios viene y a Dios va: por eso el ejemplo por antonomasia de la oración lo tenemos en la propia existencia del Hijo de Dios, y por Él, en su Madre santísima, la “tota pulcra” (según expresión de una antífona litúrgica del siglo IV sobre la que muchos siglos después se crearía un motete barroco guarnecido con unos versículos del Libro de Judit).

Además, la oración tiene edades. Unas edades que podemos llamar espirituales, que no tienen por qué coincidir con la física del ser humano. La oración es exclusivamente humana en la vida terrenal, pero llega a plenitud en la vida eterna porque es una facultad del espíritu, y los animales no racionales no aspiran a la una, ni realizan la otra. Es eterna, porque existe también en el mundo espiritual que no vemos, entre el que destacan los ángeles y los santos, acompañados por la Reina del Universo, la Virgen María.

Por todo lo dicho, aunque la oración no la vemos, podemos advertir sus efectos: podríamos aventurarnos a calificarlos de ubicuos en el poliedro de la existencia, pluridimensionales y con efectos globales, como lo es la propia oración. La oración −haya o no devoción, como explico de mi experiencia en el Bis del Colofón de mi libro publicado en catalán Les Decapíndoles de la Comunicació Disruptiva (DCD)−, nos acompaña en el tránsito hacia nuestro destino, la tierra prometida del Cielo, donde la intensa luz de la Verdad sale por todos lados. Por eso no la vemos en esta vida mortal, pues al no disponer de las facultades necesarias para aprehenderla, cegaríamos. Allí, no hay noche, todo es día.

De la noche al día

Con todo, a veces la vida, y con ella la oración, se nos pone dura. Debemos atravesar el desierto para llegar a la Tierra Prometida, cruzar la noche para despertar al día. Es una experiencia a menudo terrorífica, llena de diablos y dragones que nos acechan por los cuatro costados, pero siempre encontramos una luz que nos guía; y si la seguimos, la promesa se hace real como nada en la vida misma.

Pero a veces esa noche nos la hacemos nosotros, con nuestro pecado, que puede ser activo o pasivo. Destaquemos, en esta línea, lo que afirma Carlos Villar: “Existe el peligro de ser sinceros −decir (y decirnos) las cosas, buenas y malas, con total rectitud, sin mentir− y, al mismo tiempo, que esa sinceridad no coincida con la Verdad” (La verdadera noche es luz, Ed. Cobel. 2023). Con ese espíritu pervertido, es fácil que nos ocurra lo que nos avisa el Papa Francisco: “¡Cuántos creen vivir en la luz, pero están en las tinieblas y no se dan cuenta!” (homilía en Casa Santa Marta). Es la doble vida que hemos ido señalando en nuestra progresión a lo largo de esta serie en que vamos En busca de la Verdad. Para evitarla, es bueno pedir al Espíritu discernimiento.

Oración del trabajo, trabajo de la oración

2 de octubre de 1928. Un hito en nuestro camino. Una revelación revolucionaria que llevó de cabeza a parte de la jerarquía de la Iglesia y abrió caminos de santidad y nuevas maneras para caminarlos. Un anuncio larval elocuente de lo que más adelante sentenciarían la constitución dogmática Lumen Gentium y otros documentos del Concilio Vaticano II: que en el mundo, en la vida ordinaria, podemos encontrar a Dios. Eso es, la ya famosa “llamada universal a la santidad” intuida por san Josemaría y desarrollada con el Opus Dei.

Ya hemos visto que por la oración nos encaminamos seguros a la Verdad, porque la meta de la oración es precisamente la asunción de la Verdad. La Verdad se conoce y profundiza con la oración, que crece a medida que caminamos hacia nuestro objetivo. En los trabajos del camino encontramos una ocasión de oro para desarrollar nuestra oración en detalles concretos, y por este motivo deberíamos aplicarnos en convertir nuestra oración en trabajo, seguros de que en esa sinergia hallaremos la bendición y la paz que nada ni nadie podrá destruir (seremos una “ciudad inexpugnable”, según expresión bíblica).

Tenemos de esto un ejemplo límpido y vívido en la vida de san Josemaría, como enseñó en numerosas ocasiones con un estilo elocuente que recuerda a los Padres de la Iglesia. Dando por sentado que trabajo es toda ocupación noble que podamos tener en la vida: desde un encuentro de amigos a una fiesta o al tiempo que gastamos triscando en la oficina o el taller. Para san Josemaría todo es santo si lo hacemos por Dios, y todo nos lleva a Dios, si lo vivimos con amor.

Ese es el gran descubrimiento que podemos hacer cuando trabajar nos cuesta. Así, cuando el esfuerzo nos duele en el cuerpo, nuestra alma vuela y se siente libre con tanto Amor (o más) como amor hayamos puesto en el trabajo. Llegamos entonces a descubrir la Cruz de Cristo, el Dios hecho hombre que vino a redimir nuestra naturaleza caída, sufriendo el peso de nuestros pecados; ese yugo que estamos llamados a compartir para compartir su gloria en su propio camino de Cruz (“Cargad con mi yugo… porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera…” Mt 11,28-30).

Un Dios ubicuo

Llegados a este punto de nuestro camino, podemos preguntarnos: Entonces, ¿dónde está Dios, que por más que le rezo no lo veo? Jesús nos ha traído la respuesta. Los judíos adoraban a Dios en Jerusalén, mientras otros pueblos lo buscaban en fuentes secas (un episodio paradigmático es encuentro de Jesús con la samaritana: Jn 4,5-42). Pero Dios está en todas partes (Prov 15,3), por lo que, como vino a revelarnos Jesús, debemos dirigirnos a Dios “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24). En todas partes y en todas las ocasiones.

Trabajemos, oremos, con todo nuestro espíritu unidos al Señor, y por Él a nuestros hermanos, y seguro, seguro que llegaremos un día a gozar la Verdad al final del camino, mientras experimentamos que, aunque “a Dios no lo ha visto nadie” (Jn 1,18), sí podemos llegar a descubrir que Él comparte el yugo con nosotros en nuestro peregrinar, de manera que también en este tiempo lo veremos con los ojos del alma, ya en vida.

Alegres con la ilusión del niño, seguimos juntos buscando la Verdad, que, aunque la constatamos esquiva, vemos que encontramos luces en nuestro camino que nos adentran en los secretos del Omnipotente. Por eso y por ellos, seguiremos encaminándonos la próxima semana. Sobre todo, sigue practicando: tenemos que conseguir hábito. ¡Hasta la semana que viene!

En busca de la Verdad (XIII)

Twitter: @jordimariada

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