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El hecho extraordinario que derrumbó las certezas de un escéptico

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Filósofo, académico y racionalista convencido, la vida de Manuel García Morente está atravesada por un suceso inesperado, un golpe del destino que trastoca su mundo: su conversión repentina al cristianismo.

Su obra «El hecho extraordinario» no es simplemente un testimonio de fe, es la crónica de un hombre que, en medio de la tormenta, descubre un horizonte insospechado.

«El hecho extraordinario» es un documento autobiográfico de excepcional interés. Se trata de una carta que García Morente escribió en 1940, al doctor José María García Lahiguera, y que se hizo pública después de la muerte del autor. 

La vida es un torbellino de incertidumbres. Manuel García Morente no buscaba a Dios. No oraba, no le interesaban los dogmas ni las respuestas religiosas.

Y, sin embargo, una noche, en la más absoluta soledad, sintió que lo divino irrumpía en su vida sin previo aviso.

Su conversión no fue el resultado de largas reflexiones, sino un hecho extraordinario, un instante que le partió el alma en dos y le mostró un camino que nunca pensó recorrer. Porque así es como se manifiesta Dios, cuando menos te lo esperas.

Cuando la vida se desmorona

Imagina perderlo todo de la noche a la mañana: tu patria, tu estabilidad, tus raíces. García Morente, un hombre que vivía por y para la razón, se encontraba en el exilio, sumido en una angustia abrumadora.

¿Cómo se reconstruye alguien cuando lo único que tiene es el eco de su propia desesperanza?

En ese estado de abatimiento, sucedió algo imposible de prever. En medio de la noche, solo en su cuarto, sintió una presencia envolvente, algo tan real como el dolor que lo atormentaba. No fue un razonamiento lógico ni un autoengaño, sino una certeza indudable: Dios estaba allí. En un instante, su incredulidad se hizo trizas y su vida tomó un rumbo que nunca imaginó.

 «Era como si toda la habitación se hubiera llenado de una luz y de una dulzura inefables» (García Morente, El hecho extraordinario).

«No era un pensamiento, no era una sensación, era una realidad objetiva que se imponía con una evidencia irresistible» (El hecho extraordinario). Su relato nos deja una pregunta importante: ¿estamos abiertos a lo inesperado? ¿O hemos cerrado las puertas de nuestra alma?

La fe no es una evasión ni una ilusión para débiles.

Es una fuerza que transforma, que da sentido, que levanta al que ha caído. Pero para recibirla, hay que estar dispuestos a abrir el corazón, a dejar que lo extraordinario nos alcance, a admitir que, quizás, no lo sabemos todo. «Comprendí en ese instante que toda mi vida hasta entonces había sido ciega y sorda a una dimensión esencial de la existencia» (El hecho extraordinario).

Las grandes preguntas están para todos ahí: ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué nos sostiene cuando todo lo demás se derrumba?

«Cuando el hombre se queda solo consigo mismo, sin más ruido que el de su propio pensamiento, es cuando la verdad puede entrar» (El hecho extraordinario).

¿Qué podemos aprender?

1. La razón no lo es todo

Imagínese a un pensador, un hombre que ha dedicado su vida a la razón, al estudio minucioso, a la búsqueda del conocimiento absoluto. Y, de repente, su mundo racional se tambalea.

García Morente descubre que hay experiencias que no encajan en la lógica, que la realidad tiene pliegues que la mente no puede desdoblar del todo. ¿No será que la razón es solo una pequeña linterna en la oscuridad de lo desconocido?

Su historia es un recordatorio de que aferrarnos solo a la lógica puede convertirnos en prisioneros de nuestra propia seguridad.

«¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que enseguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual»

2. La transformación a través del sufrimiento

Para García Morente, la tragedia del exilio, la soledad y la pérdida se convirtieron en una grieta por donde entró la luz.

Su conversión no fue un ejercicio teórico, sino una consecuencia de un sufrimiento que lo llevó a un abismo, y en ese abismo, halló un resplandor inesperado. Fue necesaria la caída para que existiese una resurrección.

¿Cuántas veces evitamos el dolor, sin darnos cuenta de que es precisamente en él donde se esconde un regalo de transformación?

«desde que empezó la guerra, yo no había intervenido ni poco ni mucho en mi propia vida, en la contextura real de los hechos de mi vida, se habían hecho sin mí, sin mi intervención. En cierto sentido cabría decir que yo los había presenciado, pero de ningún modo causado. ¿Quién, pues, o qué o cuál era la causa de esa vida que, siendo la mía, no era mía? Porque lo curioso y extraño era que todos estos acontecimientos eran hechos de mi vida, esto es, míos; pero, por otra parte, no habían sido causados ni provocados ni siquiera sospechados por mí; esto es, no era míos. Había aquí una contradicción evidente. Por un lado, mi vida me pertenece, puesto que constituye el contenido real histórico de mi ser en el tiempo. Pero, por otro lado, esa vida no me pertenece, no es, estrictamente hablando, mía, puesto que su contenido viene, en cada caso, producido y causado por algo ajeno a mi voluntad.

No encontraba yo a esta antinomia más que una solución: algo o alguien distinto de mí hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, la adscribe a mi ser individual. El que algo o alguien distinto de mí haga mi vida, explica suficientemente el por qué mi vida, en cierto sentido, no es mía. Pero el que sea vida, hecha por otro, me sea como regalada o atribuida a mí, explica en cierto sentido el que yo la considere como mía. Sólo así cabría deshacer la contradicción u oposición entre esa vida no mía porque otro la hizo, y sin embargo, mía porque sólo yo la vivo.

Pero, llegado a esta conclusión, se me plantearon dos nuevos problemas: Primero. ¿Quién es ese algo, distinto de mí, que hace mi vida en mí y me la regala? » (El hecho extraordinario)

3. La experiencia del misterio

El momento crucial de su relato no es una gran revelación pública ni una manifestación ruidosa. Es, más bien, un susurro, un instante íntimo y personal en el que lo divino se hace presente sin necesidad de argumentos.

García Morente no nos ofrece pruebas, solo nos comparte lo que vivió, nos regala su vida y su experiencia. Y ese es el gran misterio: hay cosas que no se explican, solo se experimentan, pues son un don tan grande de difícil explicación.

Nos recuerda que lo trascendente no se conquista, se recibe. Se produce un encuentro, un tú a Tú.

4. La importancia del silencio y la interioridad

Imagine un mundo sin ruido, sin móvil en la mano de forma constante, sin distracciones.

En la quietud de su cuarto, lejos del bullicio, García Morente se abre a lo extraordinario.

Su conversión ocurre en un espacio de recogimiento, como si la verdad solo pudiera encontrarnos cuando todo lo demás se apaga.

El hecho extraordinario nos invita a redescubrir la importancia del silencio, del diálogo interior, de la posibilidad de contemplar y de escuchar lo que siempre ha estado ahí.

5. La fe como don inesperado

García Morente no buscaba la fe. No era un proyecto, ni un plan, ni un objetivo.

Y, sin embargo, un día, sin previo aviso, la fe lo encontró a él.

Su testimonio es una bofetada a nuestra mentalidad moderna, que nos hace creer que todo es cuestión de esfuerzo, de planificación, de méritos.

No. La fe, como el amor, simplemente se recibe.

Dios está ahí

García Morente nos ha dejado un testimonio de esos que estremecen el alma.  Dios nos busca.

La contemplación de ese Dios de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del hombre, convirtió aquella distancia infranqueable para García Morente  en una cercanía sobrecogedora.

Esa vecindad  hizo posible la interrelación personal, la oración, el diálogo con  Dios: un encuentro que suscita sentimientos de paz y transforma la vida y la mentalidad del hombre que ora.

«Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí.» 

Aceptar con humildad a Dios. Había aceptado a Dios. «El acto más propio y verdaderamente humano –decía– es la aceptación de la voluntad de Dios. Querer libremente lo que Dios quiera: he ahí el ápice supremo de la condición humana.»

García Morente se hallaba angustiado por resolver el gran problema que acosaba su espíritu: aunar la libertad y la obediencia, sentir la vida como propia y al tiempo reconocer que uno es dependiente de otras realidades que son distintas, pero no ajenas, al propio destino.

Tal vez, como Manuel, muchos de nosotros nos aferramos a la razón, a la seguridad de lo medible, lo tangible. Pero, ¿qué hacemos cuando la razón se nos queda corta? ¿Qué hacemos cuando el dolor nos arrebata incluso las certezas más férreas?

La respuesta de Morente fue sencilla y vertiginosa: se dejó encontrar.

Nos toca a nosotros preguntarnos si estamos dispuestos a lo mismo. Si estamos dispuestos a salir al encuentro de ese susurro que, aún en medio del estruendo de nuestras vidas, sigue llamándonos.

No con imposiciones ni con exigencias, sino con la delicadeza, idioma y la certeza de lo inefable.

Basta con estar atentos, con permanecer en silencio, con atrevernos a recibirla.

«¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.»

Para García Morente, la tragedia del exilio, la soledad y la pérdida se convirtieron en una grieta por donde entró la luz Share on X

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