Cada año, al llegar el final de octubre, las calles, los escaparates y las redes sociales se llenan de calaveras, sangre falsa, esqueletos y figuras demoníacas. Halloween se presenta como un juego, una diversión sin consecuencias. Pero, ¿realmente lo es?
Detrás de esa estética de lo siniestro hay algo más profundo: la normalización del miedo y la exaltación de la muerte. Lo que antes se percibía como algo oscuro o peligroso, hoy se celebra como entretenimiento, incluso entre los niños más pequeños.
Se dirá que “no pasa nada”, que es solo un disfraz o una fiesta más. Sin embargo, las culturas no se construyen —ni se destruyen— de golpe, sino a base de símbolos. Y los símbolos de Halloween hablan por sí mismos: el terror, la noche, los espíritus, lo macabro. En una sociedad ya herida por la desesperanza y el vacío espiritual, no es casual que esta celebración haya arraigado con tanta fuerza.
Una cultura que juega con la oscuridad
En el fondo, Halloween es reflejo de una cultura de la muerte, esa que el Papa San Juan Pablo II denunció con fuerza: una mentalidad que banaliza el mal, que trivializa la violencia, que convierte en diversión lo que debería inspirar respeto o compasión.
Nuestros jóvenes crecen rodeados de imágenes que exaltan el horror, la sangre y la venganza; videojuegos y series que presentan el mal como fascinante, y la muerte como espectáculo. Halloween encaja perfectamente en ese imaginario: es la fiesta de una civilización que ha perdido el sentido de lo sagrado.
El problema no está en la calabaza o en el disfraz, sino en la pedagogía cultural que lo acompaña: el mensaje, aunque inconsciente, de que el mal no existe o, peor aún, que puede ser divertido.
Todos los Santos: la verdadera fiesta de la vida
Frente a esta oscuridad, la Iglesia propone una alternativa luminosa: la solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre).
Mientras Halloween se recrea en la muerte, la fiesta cristiana celebra la vida eterna; mientras unos se disfrazan de espectros, la Iglesia proclama que el ser humano está llamado a la santidad, a la luz, a la gloria de Dios.
Es el contraste más radical y, al mismo tiempo, más necesario: donde el mundo juega con el miedo, el cristiano afirma la esperanza. Donde la cultura dominante glorifica lo macabro, la fe anuncia que la muerte ha sido vencida.
Educar para la belleza y la esperanza
Los padres y educadores tienen aquí una tarea decisiva. No se trata de prohibir sin más, sino de ofrecer algo mejor: de enseñar a los niños y jóvenes que hay una belleza más grande que el susto y la oscuridad. Que pueden divertirse celebrando la vida, la amistad, la luz, la bondad.
Muchas comunidades ya lo hacen, organizando fiestas de Todos los Santos, vigilias de oración o encuentros festivos donde los niños se disfrazan de sus santos preferidos. Son pequeñas semillas de una cultura diferente: la cultura de la vida, donde el amor vence al miedo y la alegría al vacío.
Una llamada a recuperar el sentido
En un mundo que parece fascinado por lo oscuro, los cristianos estamos llamados a ser testigos de la luz. No se trata de condenar, sino de discernir.
Halloween no es un simple juego: es un reflejo de una sociedad que ha perdido el asombro ante la vida y que trivializa lo que debería despertar respeto.
Celebrar Todos los Santos es, por el contrario, un acto de esperanza: proclamar que la vida tiene sentido, que la muerte no es el final, y que estamos llamados a la eternidad.
En tiempos en que el miedo se disfraza de diversión, la mejor respuesta es la alegría del Evangelio. Porque solo quien ha conocido a Cristo puede mirar la muerte sin temor y decir, con fe y certeza: “No ha nacido para morir, sino para vivir para siempre”.
El problema no está en la calabaza o en el disfraz, sino en la pedagogía cultural que lo acompaña: el mensaje, aunque inconsciente, de que el mal no existe o, peor aún, que puede ser divertido Compartir en X
