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La educación verdadera es otra cosa: es una aventura del alma

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Desde siempre, los hombres han tratado de encontrar el sentido de su existencia.

En la Grecia clásica, la paideia era un ideal, una forma de cincelar al ser humano hasta convertirlo en un reflejo de la perfección. Homero, Esquilo, Sófocles y Sócrates no eran solo nombres en los libros de historia; eran guías de una búsqueda incesante. Pero más allá de sus epopeyas, tragedias y diálogos, lo que anhelaban era algo más grande: el conocimiento que hace libre.

En su célebre alegoría de la caverna, Platón nos presenta a un grupo de prisioneros encadenados en la penumbra, condenados a ver solo sombras. Pero un día, uno de ellos se libera y asciende hacia la luz. Descubre el sol, descubre el mundo, y con ese descubrimiento llega la gran pregunta: ¿Qué hacer ahora con esto que se me ha regalado? La respuesta es volver, bajar otra vez, ayudar a los que aún no han visto. Esta es la esencia de la educación: una ascensión que culmina en un descenso de donación hacia los demás.

Creer para educar

Pero esta historia no termina en Grecia. En la educación cristiana, este ascenso y descenso toma un sentido aún más profundo.

Porque si Platón hablaba del bien supremo, el cristianismo nos dice que este bien no es una idea abstracta, sino una persona: Dios mismo. Y este Dios, en su amor infinito, no se quedó en su cielo impasible, sino que descendió hasta lo más hondo de nuestra caverna para abrirnos los ojos.

Aquí es donde la educación se convierte en un acto de fe.

La educación católica no es solo llenar cabezas de datos o ideas, sino ayudar a las almas a encontrar su camino hacia la Verdad. Educar es confiar en que hay un plan para cada uno de nosotros y que ese plan es digno de ser descubierto y de ser amado. Esta confianza es revolucionaria.

Somos muchos los padres que estamos preocupados por la crisis educativa actual. Porque esta crisis no es solo un problema de métodos o programas. Es una crisis de sentido.

Porque si dejamos de creer en la verdad, si renunciamos a la belleza de lo real, la educación se convierte en un negocio frío, en una competición de títulos y competencias.

Pero la educación verdadera es otra cosa: es una aventura del alma, un riesgo que vale la pena correr.

Educar como un arte sagrado

Un buen profesor no es un mero transmisor de conocimientos, sino un testigo de la verdad. Un profesor que ha tenido un gran encuentro y que no puede no compartir algo tan grande, a través de cada una de sus asignaturas.

La tarea del educador es, pues, sagrada. La Iglesia lo sabe, como dice la Ex Corde Ecclesiae: «La tarea privilegiada de una universidad católica es ‘unir existencialmente, mediante el esfuerzo intelectual, dos órdenes de realidad que con demasiada frecuencia tienden a oponerse como si fueran antitéticos: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad'»

En este sentido, la educación es algo sacramental. Así como los sacramentos hacen visible lo invisible, el profesor encarna en su vida lo que quiere enseñar.

No se trata solo de explicar, sino de vivir. Los grandes educadores de la historia no fueron simples académicos, sino hombres transformados por lo que enseñaban.

Educar es también un acto de humildad. No partimos de cero. Somos herederos de una historia, de una cultura, de una fe que nos ha sido entregada como un tesoro. En latín, la palabra traditio significa «entrega», y esto es lo que hace un buen educador: entregar lo que ha recibido, transmitir la antorcha de generación en generación.

Hablar de tradición no es polvo y a naftalina. Porque lo cierto es que no hay educación sin tradición.

Sin un horizonte al que mirar, sin una herencia que nos guíe, estamos condenados a deambular sin brújula. La educación que no reconoce sus raíces está destinada al fracaso más espantoso.

La educación como misión

En última instancia, educar es un acto de amor. Y el amor, como bien sabemos, es exigente. No es suficiente con transmitir información; hay que encender corazones, despertar almas, mostrar el camino.

Como en la historia misma de la salvación, la educación es un viaje hacia la Verdad.

Esta es la verdadera paideia, la verdadera misión del profesor es mostrar a Dios como brújula; en un viaje personal pero no solitario. Porque, al final, el profesor, no educa solo. Es Dios quien aclara las mentes y enciende los corazones. Ellos son sus instrumentos. Y no hay honor más grande que ese, el de ser profesor.

La educación católica no es solo llenar cabezas de datos o ideas, sino ayudar a las almas a encontrar su camino hacia la Verdad Share on X

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