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La Sociedad Desvinculada (13). La sociedad de la desvinculación

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El concepto de desvinculación, la teoría que la despliega, permite entender de una forma más completa y coherente la raíz de los problemas que viven las sociedades occidentales amenazando nuestro futuro, dañando a las personas y a las instituciones, e impidiendo vivir con mayor plenitud y satisfacción la vida. La desvinculación ha roto la naturaleza profunda que rige las relaciones humanas y sociales, transformando la sociedad y construyendo nuestra forma de pensar, nuestras opiniones, juicios y actos, sin que alcancemos a poseer una clara conciencia de ello. La cultura desvinculada nos aliena, altera nuestra razón y sentidos, destruye la identidad, y las ideas propias. Tanto individuales como las de la comunidad de nuestra tradición cultural.

La cultura de la desvinculación es una creencia. Consiste en pensar y actuar bajo la pretensión y sentimiento que la realización personal solo se logra mediante la satisfacción de la pulsión del deseo surgido de los impulsos primarios del yo, de manera que las consecuencias de los actos solo se valoran en función de aquella satisfacción. En la cultura desvinculada la realización personal mediante la satisfacción del deseo se ha convertido en el hiperbién. No es un componente de las dimensiones humanas, guiadas por la razón y encauzadas por la virtud, sino que constituye el máximo bien al que tienen que supeditarse todos los demás bienes morales, personales y colectivos, que se impone a todo compromiso fuerte, sea institucional o personal, a toda tradición, norma, ley y religión. Es por ello un deseo entendido en términos reduccionistas de lo humano.

Se trata de satisfacer lo inmediato, lo instintivo, las pasiones y emociones de la pulsión regidas solo por la subjetividad. El deseo puede ser hermoso, pero por su naturaleza es voluble, breve, influido por la circunstancia; termina cuando se satisface, pero esta saciedad es breve, frustra cuando no se alcanza, es por definición inestable, porque siempre es posible desear más, y por ello necesita de la razón, del compromiso personal y la guía de la sabiduría moral para encauzarlo, darle sentido, para reconocer si solo obedece a un impulso egoísta del yo, si nos conduce a la autodestrucción o, por el contrario, nos sublima y hacer crecer nuestras dimensiones humanas. En la sociedad desvinculada este conocimiento no solo se ha debilitado, sino que en determinados casos se ha proscrito, como cuando se trata de reconducir el impulso sexual.

En este tipo de sociedad, el deseo y su satisfacción se sitúan en el centro del Yo, impulsado por la cultura mediática y el mercado, servido por las políticas del deseo.

El deseo del subjetivismo sin contrapesos empuja al ser humano a una conciencia de sí mismo distinta de la que ha configurado nuestra civilización. Es un nuevo sujeto que considera por principio que lo bueno es estar libre de todo compromiso fuerte, porque todo lo que contraríe su satisfacción individual debe ser rechazado, removido, transformado o suprimido, sin reparar en las consecuencias. Desde este punto de vista los vínculos fuertes son intrínsecamente negativos y, como tales, rechazables. No deben existir ni tan siquiera en relación con el compromiso vital, personal y colectivo más decisivo; el que existe entre la madre y el hijo engendrado. La autodeterminación y realización personal lo exigen.

Esta es la pintura exacta, uno de sus tantos fragmentos, del proceso de desvinculación en el que vivimos inmersos. En este caso el de business

Un artículo del escritor Rafael Argullol  describe muy bien  posiblemente sin pretenderlo  una de las múltiples manifestaciones de la cultura de la desvinculación, en este caso en el ámbito empresarial. «El verdadero emprendedor de nuestros días es aquel que concibe su negocio sin el lastre de tener una empresa y, ya no digamos, unos trabajadores que quieran contratos y derecho de huelga, y a los que se debe echar entre desagradables malos modos. El emprendedor actual es un ser etéreo y casi invisible que anhela la pureza absoluta del beneficio sin ataduras de ningún tipo: sin una empresa repleta de inútiles, sin patria que reclame bondades nacionales, sin religión que apele a inservibles comuniones, sin moral que proclame trasnochados imperativos. A este negociante que pasea sus ávidos ojos por el planeta le basta con manejar a su antojo el sismógrafo de los beneficios y las pérdidas. Ni siquiera debe pecar porque no debe darse por enterado de las consecuencias de sus acciones, sean estas el cierre de no sé cuántas fábricas o el desencadenante de no sé cuántas guerras». Esta es la pintura exacta, uno de sus tantos fragmentos, del proceso de desvinculación en el que vivimos inmersos. En este caso el de business del dinero sin contrapartidas que lo limiten, sin compromisos.

Claro está que la persona debe abordar sus deseos, pero estos no pueden convertirse en la única guía de su conducta ni su satisfacción indiscriminada en el fin de la vida. El ser humano debe elaborar sus juicios y acciones de acuerdo con fundamentos predeterminados que no estén solo sujetos al vaivén del impulso.

¿Cómo puede construirse una relación personal fiable, cómo una sociedad puede mantenerse cohesionada, productiva, justa y solidaria si el motor fundamental es el deseo? ¿Acaso el impulso garantiza el bien?

Es irracional presuponer que lo espontáneo siempre está bien orientado, y deseamos lo que es bueno, justo o necesario. Si así fuera, la educación y las normas de convivencia que acompañan a toda civilización serian innecesarias. En esta aceptación ciega de una irracionalidad revestida con distintos ropajes ideológicos, radica una de las amenazas centrales de nuestro tiempo. Solo yo y mi deseo, mi subjetividad más radical. En un determinado sentido Nietzsche ha triunfado. La cuestión es si puede existir una sociedad nietzschiana.

¿Dónde queda en esta forma de pensar la libertad humana?

La libertad es el dominio que posee el ser humano de sus obras de acuerdo con la razón. Es la capacidad de disponer razonablemente de sí mismo, de auto poseerse y auto determinarse. Aristóteles lo comprimió en una definición potente, «libre es lo que es causa de sí»  La libertad es el medio para perfeccionarnos. ¿Pero perfección en qué? En aquello que necesitamos para vivir y crecer en plenitud, que solo se logra (1) en la búsqueda de la verdad necesaria, (2) para poder elegir entre opciones buenas, (3) que permitan la realización del bien. Así es como se manifiesta la libertad, y carece de sentido en la medida en que se aleja de estos fines.

Sin autodominio de uno mismo, sin imperio de la razón, la libertad no es posible. De ahí que nuestra sociedad, sometida por la cultura de la desvinculación, impida o degrade nuestra libertad, porque está basada en: (1) la pulsión de la satisfacción del deseo como única forma de concebir la realización personal; (2) la negación de que exista la verdad a causa del relativismo surgido de la razón instrumental; (3) la substitución del bien por la preferencia subjetiva; y (4) el cientifismo materialista que pretende que solo es real lo que puede medirse.

La libertad no es una licencia para realizar el antojo subjetivo, aunque esto no significa prohibir las elecciones malas si no entrañan daños a terceros, porque la libertad requiere de la elección. Contra ella se alza la coacción de los totalitarismos, pero también el descontrol en el dominio de las pasiones, individuales y colectivas. En sus versiones más patológicas hemos acuñado un nombre para tal esclavitud, la llamamos adicción. Pues bien, la sociedad desvinculada es la sociedad de la adicción a los impulsos del deseo y, como consecuencia de ello, de la alienación.

La Sociedad Desvinculada (12). La razón instrumental o la razón objetiva

(Próximo apartado: Libertad y desvinculación)

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