Pánico producen las continuas revelaciones que de algunos individuos e individuas nos hacen llegar los escasos medios de comunicación libres aún existentes.
Estupor causan las andanzas publicadas de algĂşn magistrado condenado y expulsado de la carrera judicial, por el peor de los delitos que un juez puede cometer: prevaricar; algĂşn policĂa de muy alto rango en prisiĂłn —supongo que no será por ser un ejemplar cumplidor de la Ley— y alguna fiscala en ejercicio que mira hacia otro lado al comprobar como personas que por su cargo están obligadas a cumplir y hacer cumplir la Ley, cometen las acciones más viles e indeseables que uno se pueda imaginar, cuando su misiĂłn es la de averiguar y delatar operaciones ajenas que vulneren la legalidad vigente y representar y ejercer el ministerio pĂşblico en los tribunales.
Miedo produce el saber que estas personas, cuya única misión es defender a la sociedad persiguiendo el delito y librarla de delincuentes, mantienen una relación más allá de lo que les obliga su actividad profesional y en base a la cual forman una tela de araña que les otorga un poder extraordinario en favor o en contra de sus ocultos intereses.
Sin embargo, y contra de lo que se pudiera pensar, el hecho de compartir las mismas ambiciones, no les hace ser amigos inseparables que vivan bajo el lema como los tres mosqueteros: «Todos para uno y uno para todos». Por el contrario, como su naturaleza es como la del escorpiĂłn, lo Ăşnico que les hace mantener esta relaciĂłn es la obtenciĂłn de poder contra terceros, o contra ellos mismos. De este modo, al estar todos en posesiĂłn de informaciĂłn comprometedora entre ellos mismos, están seguros de que no se traicionarán entre sĂ.
La corrupciĂłn está tan presente en la actividad diaria, que de continuo se enriquece con nuevas noticias de la realidad, de tal modo que responde uno por uno, a los interrogantes Ă©ticos, polĂticos y prácticos de cada uno de los ciudadanos ajenos a la misma.
En un sistema democrático, ejercer la presiĂłn popular sobre el gobierno es posible porque la corrupciĂłn, antes o despuĂ©s, llega a ser de conocimiento pĂşblico: los medios de comunicaciĂłn son libres de denunciarla u ocultarla segĂşn su afinidad ideolĂłgica con quien la comete; la oposiciĂłn polĂtica—segĂşn sean sus intereses electorales, puede denunciar al gobierno. En cualquier caso, la democracia es un campo abonado para que los hechos delictivos de los polĂticos lleguen a conocimiento de todos los ciudadanos.
Pero Âżhemos de contentarnos con llegar a conocer las tropelĂas que cometen quienes ostentan el poder?
Lejos de contentarnos, lo que vamos a pillar es un cabreo monumental y generalizado.
Que los abusos y arbitrariedades que cometen los bajitos se conozcan, se denuncien y se debatan, por supuesto que es un hecho positivo. Pero como quien la hace ha de pagarla, los casos de corrupciĂłn, tanto en la arena de la polĂtica como en las salas de los tribunales, han de resolverse. Lo contrario, indefectiblemente genera un desaliento colectivo.
Y digo esto, porque las denuncias contra el poder establecido, automáticamente se intentan acallar por medio de la negaciĂłn de los hechos, la falsificaciĂłn de pruebas, el y tĂş más, acusando a los denunciantes de desarrollar campañas de acoso y derribo contra el gobierno e incluso amenazando y tratando de amordazar al mensajero, que normalmente suelen ser los medios de comunicaciĂłn, sin los cuales una democracia no serĂa posible. Es decir: volver a los mismos usos de los regĂmenes totalitarios y dictatoriales, como ya se ha insinuado recientemente.
Resulta abochornante contemplar el apoyo popular y por parte de afines ideolĂłgicos a lĂderes sediciosos o delincuentes de toda Ăndole—incluidos los terroristas—condenados en firme por un tribunal de justicia.
ÂżEs conveniente o no que la sociedad conozca los desmanes cometidos por aquellos que detentan el poder?
Pues si ese conocimiento sirve para castigar y ver como se paga el hecho de haber cometido esos desafueros, es mejor. Pero si al tiempo que la sociedad los conoce, comprueba cómo quedan impunes, ello hace que esta se indigne y da lugar al nacimiento de estados de ánimo muy peligrosos.
La democracia y la corrupciĂłn son incompatibles. Por algo decĂa Montesquieu que, en tanto el principio que preserva al despotismo es el temor que inspira el dĂ©spota en los ciudadanos hasta convertirlos en sĂşbditos, el principio que preserva a las democracias es la virtud cĂvica de los funcionarios y los ciudadanos. La democracia, en suma, aspira a algo más elevado: que los ciudadanos, a quienes nadie somete, se auto controlen. Su problema es, a partir de ahĂ, vivir a la altura de lo que aspira.
Como consecuencia de haberse practicado la corrupciĂłn en España durante los Ăşltimos cuarenta años a todos los niveles, los españoles hemos perdido la confianza, no ya solo en la clase polĂtica, sino lo que es mucho más grave: en las instituciones del Estado, a excepciĂłn de la Corona.
El desencanto de los españoles es tan profundo, la falta de una autĂ©ntica voluntad de erradicar este cáncer es tan generalizada en la mayorĂa de los partidos, la falsedad de su discurso es tan descarada y profunda, la mentira y el cinismo ha tomado tal carta de naturaleza por parte de los polĂticos bajitos, la traiciĂłn al sincero espĂritu de la transiciĂłn ha sido tan profunda, que ello ha dado lugar a la apariciĂłn de los populismos, y no me extrañarĂa, que aplicando la ley del pĂ©ndulo, como reacciĂłn, se produjera como resultado la consecuente apariciĂłn de una extrema derecha, factores tan peligrosos ambos, que como resultante dieran lugar a la fractura de la sociedad y la confrontaciĂłn social, realidad que se ha hecho ya presente en toda Cataluña y que podrĂa extenderse al resto del paĂs.
Esta España que hoy contempla con indignaciĂłn y vergĂĽenza la corrupciĂłn en la que está inmersa, siente la necesidad imperiosa de encontrar en sĂ misma la energĂa capaz de superar el estado de postraciĂłn en que se encuentra. Si se acobarda uno ante los aspectos adversos de la realidad que nos circunda, lo que queda es la vergĂĽenza. Si se asumen, nosotros mismos abriremos las puertas del optimismo.
Los españoles somos protagonistas de nuestro propio futuro a través de nuestros votos, nuestra voz y nuestras acciones impregnadas de una sana indignación necesariamente creativa, para que volvamos a tener un Estado digno y honesto, orgullo de todos y heredero de la gran nación que siempre fuimos.
Para ello, hemos de perder el temor a que nos etiqueten de tal o cual manera y tener el legĂtimo arrojo de proclamar lo que pensamos.
Recordemos las palabras y tomemos ejemplo de Mahatma Gandhi, aquel gran hombre que recuperĂł la dignidad de su pueblo y le devolviĂł su libertad.
- “Mucha gente, especialmente la ignorante, desea castigarte por decir la verdad, por ser correcto, por ser tú. Nunca te disculpes por ser correcto, o por estar años por delante de tu tiempo.
Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razĂłn. Incluso si eres una minorĂa de uno solo, la verdad sigue siendo la verdad”