La alegría no es una entelequia traída de otro mundo y vivida en tiempos pretéritos. No está para ser expuesta como una máscara de museo en nuestra vitrina del Salón Rosa. Es una virtud, una gracia de Dios que reclama ser vivida día a día, no con ñoñería, sino defendida a capa y espada. Y la mejor manera de defenderla es vivirla.
En efecto, la alegría es endeble y debe ser cuidada como flor de invernadero. Para mantenerla será bueno procurar acertar en nuestras elecciones (aunque no siempre acertemos, estará la lucha) y hasta cultivar nuestras aficiones. Así sabremos (sentiremos) que vamos en la dirección correcta, y seremos capaces de andarla con aire despreocupado, lo cual nos procurará la fuerza necesaria para afrontar los más duros embates de la vida.
Sonreírle a la vida es siempre bueno y nos proporciona salero y saber hacer. Sonreír no quiere decir que le pasemos las mamarrachadas más peregrinas que se le pasen por la cabeza a nuestro prójimo, sino que sepamos sobreponernos a ellas, como aquel que se desvive para descubrir cada día un nuevo mundo, no como aquel que se arrastra quejoso a la espera de su jubilación. Por el contrario, con la lucha ascética que nos dará el músculo preciso, conseguiremos mantenernos siempre jóvenes, independientemente de la edad que veamos pasar por el calendario.
Será bueno también, aunque parezca obvio, vivir la vida con ansias de ayudar al hermano a sacar de su interior su mejor versión, y así crecer ambos en una especie de espiral que lleva al cielo y es capaz de atravesar la espesura de las nubes más perniciosas. Es una verdad de Perogrullo: con la alegría sucede que el que no la vive, la mata.
¿Te has fijado en aquel quien que parece que tenga que perdonarte el que vayas sonriendo por la vida y con la cabeza alta? Porque sí, hay personas de las que debes alejarte si quieres que no te chupen la sangre y toda la vida esa que rebosas. Con mucho respeto, pero sepárate a tiempo y con decisión decidida, puesto que los hay que contagian el infortunio. Pues una cosa son las diferencias y hasta incompatibilidades, y otra muy distinta el mal talante que tienen aquellos que van obcecados con la directa a hacerte daño, eso sí, con las mil y una excusas y la santa intención del gato con botas.
Tienes que ser claro, pero amoldarte a las particularidades que todos tenemos, y tratar las diferencias con salero, a fin de reducir al máximo los desencuentros, que siempre los encontrarás en tu camino. Pero si la falta de respeto es consciente y hasta cruel, tienes toda la libertad del mundo, no solo de cortar, sino que incluso debes hacerlo para salvaguardar tu integridad. Tu salud, física y mental, es lo primero, si quieres de verdad ayudarte a ti y ser capaz de ayudar a tu hermano.
La alegría se contagia, lo mismo que su carencia mata a propios y extraños, a los otros y a uno mismo. Muchas veces nos quejamos de lo difícil que es sonreír porque “los otros no nos sonríen” lo que les exigimos, y no advertimos que el amor (el auténtico, el que hace feliz), no está en recibir sino en dar.
No obstante, en ocasiones te encontrarás con aquella persona tan común en nuestros días, que cuando su confesor (si es que tiene) le canta las cuarenta porque no se aviene a comulgar con sus ruedas de molino −aquellas por las que con medias verdades machaca tus buenas maneras−, la Pepita en cuestión, al sentirse descubierta y desprotegido su ego, planta a su confesor que tanto admiraba, y va y se busca un tal Padre Segismundo, que parece que se cree a pies juntillas todas sus historias de folletín, y la pobre mujer se abraza a él como a un amante en busca de la salvación que no encuentra (no sabe encontrar) en su marido.
El Padre Segismundo, emérito entre quienes haya, se deshace bonachón como una madalena en la taza de café con leche calentita de las frías mañana de invierno que Pepita siente caer sobre sí a causa de su mala vida, y le sonríe todas sus gracias. El pobre descolocado vive en el otro lado del mundo, encapsulado en su propio universo de jubilado, y así no da pie con bola; no quiere que Rigoberta pierda su valor, de manera que la desvaloriza tratándola como lo que no es, y así le impide superar el trauma que su doble vida le provoca.
Está más que claro, y comprobado. Para vivir una vida mínimamente lograda, quizás baste ser bueno, pero para ganarse el Cielo se debe ser santo. Otra cosa será ser dominguero. Pongamos esmero en no vivir un catolicismo de fin de semana, porque en ello nos va la vida. He ahí el poder de la santidad. He ahí la alegría que todo lo puede… hasta darnos el Cielo.
Twitter: @jordimariada
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