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Amar y ser amados (I)

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He oído muchas veces -y doy por supuesto que tú también lector- que todo hombre tiene necesidad de amar y ser amado. Lo he oído, y por mi oficio, en numerosas ocasiones he tenido que recurrir a este principio antropológico básico que encierra mucha verdad. Ahora bien, este principio, formulado así, sin hacer ninguna precisión, puede llevar a pensar que el hombre sufre esa doble necesidad en la misma medida; parece como si cada uno tuviéramos tanta sed de recibir el amor de los demás como de darlo nosotros. Y eso ya no es tan cierto. Que tenemos necesidad de sabernos amados, sí es verdad; que tenemos necesidad de amar, también lo es; que ambas necesidades se dan en igual proporción no lo es, y conviene explicarlo.

Ser amados y amar son las dos facetas del amor que es la más necesaria, hermosa y profunda de las vivencias que nos es dado experimentar a los hombres por nuestra condición de personas. Por motivo de que ambas facetas pertenecen a la única vivencia del amor, no son realidades distintas, y además no son independientes, sino que están estrechamente relacionadas. Ahora bien, la común pertenencia al mismo fenómeno, el amor, no las convierte en equiparables, al contrario, hay entre ellas grandes diferencias. Entre otras posibles, podemos referirnos a las siguientes: a) son movimientos afectivos de signo contrario, b) pertenecen a distintas etapas madurativas de la persona, c) merecen distinta valoración moral, d) tienen efectos distintos.

Ser amado y amar son movimientos afectivos que vienen a corresponder con el amor a sí mismo y el amor a los demás. Y son contrarios porque ser amado es un movimiento desde fuera hacia dentro, mientras que amar va de dentro a fuera. Con la necesidad de ser amado, la persona se entiende a sí misma como el destinatario del amor, como receptor, con lo cual el sujeto se ubica en el centro de las atenciones ajenas. Se da en esta vivencia una paradoja que en la vida práctica es fuente de muchos sinsabores y consiste en que la necesidad de ser amado es una necesidad pasiva que se vive muy activamente (como todo lo relacionado con el amor), a menudo con fruición. La necesidad de ser amado obliga a la espera de que el otro dé y yo reciba. La iniciativa amorosa no está en el sujeto que siente la necesidad sino en los otros, lo que significa que el amor no está asegurado. Lo único asegurado es la espera, y, si por cualquier circunstancia, esas atenciones esperadas no llegan, el resultado es la decepción y sus consecuencias: tristeza, desencanto, frustración, etc.

Para evitar que los otros no se olviden de mí, para hacer notar que necesito ser atendido, el recurso es la llamada de atención, la provocación, entendida esta en su sentido más genuino: pro-vocación, llamada a favor de quien llama: ¡Eh, que estoy aquí!

Para quien siente la necesidad de amar ocurre lo contrario. El centro de las atenciones son los otros y quien debe prestárselas soy yo, con lo cual mis ojos (sin que tengan que olvidarse de mí mismo) no están pendientes en primer lugar de mí, sino de los reclamos ajenos. Si la necesidad de ser amado es una fuerza centrípeta, que hace que todo venga hacia mí y confluya en mí, la necesidad de amar actúa en sentido contrario, como una fuerza centrífuga, que me lleva a estar pendiente de los otros y a salir de mí para procurarles el bien que precisan. La necesidad de ser amado podría compararse con un ejercicio de succión, que aspira y atrae todo hacia la propia persona, mientras que la necesidad de amar se expresa justamente al revés, como movimiento expansivo, de salida, hacia afuera.

En otro momento nos detendremos en la distinta valoración moral que estas dos facetas merecen, pero conviene ahora remarcar que sería un error pensar que la necesidad de amar es digna de encomio mientras que la de ser amado es inaceptable. No son iguales pero ninguna de las dos merecen rechazo.

La necesidad de ser amado es la manifestación primaria y primera, básica y fundamental del amor, que es la búsqueda del bien para uno mismo y que conocemos de ordinario con el nombre de amor propio. El amor, todo amor, con todo lo que conlleva, es siempre bueno (otra cosa es que a veces se ejerza mal, se exprese indebidamente, se confunda con lo que no lo es, se ponga donde no se debe, etc.), pero fuera de errores o distorsiones, si el objeto del amor es bueno, el amor ha de serlo. Sí es verdad que hay una gran diferencia en el grado de bondad del amor propio y el amor vertido hacia los demás, porque en este caso hay generosidad y en el amor propio no, pero el amor a uno mismo no tiene por qué ser confundido con el egoísmo. Puede solaparse con él, ciertamente, porque puede estar contaminado de ambición, codicia o tóxicos similares. También es verdad que el amor propio puede derivar hacia el egoísmo con mucha facilidad y transformarse en egoísmo muy abultado, pero esos son los riesgos con los que habrá que andar vigilantes; en todo caso, lo que no procede es pensar que el amor propio es una falsificación del amor.

A entender esta diferencia puede ayudar la consideración de sus contrarios: lo contrario del amor no es el amor propio, lo contrario del amor es el odio, y el amor propio y el odio no son lo mismo. Por otra parte, lo contrario del egoísmo es la abnegación, y la abnegación y el amor propio son compatibles. El amor propio no solo no es contrario al amor de entrega sino que es su base y fundamento. No en vano se nos ha resumido toda la conducta cristiana en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo “como a uno mismo”.

Volveremos sobre el amor propio, pero por si acaso ahora quedara algún resquemor respecto de su bondad, acudamos al gran modelo y ejemplo que tenemos para todo: Jesucristo.

Jesucristo predicó el amor con palabras y obras y por amor a Dios y al hombre, a todos los hombres, habló e hizo cuanto hizo hasta la entrega de su vida en la cruz. Jesucristo es el gran maestro (el Único Maestro) del amor a Dios y a los demás. No se reservó nada, no fue indiferente ante ninguna persona y en él, bondad infinita, ni hubo ni podía haber habido un solo ápice de odio o de egoísmo hacia nadie, pero no renunció al amor propio; al contrario lo ejerció sapientísimamente hasta el último momento de su vida. Y de esto también nos dio ejemplo.

Jesucristo fue maestro en todo lo que el hombre necesita para ser feliz en la tierra y en el cielo, y también de él podemos aprender a ejercer el amor propio correctamente y a integrarlo en el amor a Dios y a los demás. Hay multitud de pasajes en los que hace una defensa de sí mismo, especialmente en sus discusiones con los judíos, pero también ante el peligro evidente de Herodes, ante Pedro que le quiere aconsejar y prevenir, etc. Y momentos antes de la consumación de la traición de Judas, en el umbral mismo de la Pasión, Cristo reza así al Padre: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti (…) Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 1; 5).

Como última idea de esta primera entrega, vamos a completar nuestra reflexión sobre estas dos facetas, amar y ser amado, fijándonos en el ejemplo más excelso de amor humano con el que contamos, que es el del matrimonio. (De paso y solo como anotación, viene bien señalar que el mayor ejemplo de amor humano no es el amor madre-hijo, como tantas veces se oye. No es cuestión de detenerse en ello ahora, aunque al final se dirá algo).

El matrimonio es el estado de vida en el que las dos facetas, amar y ser amado, son simultáneas, es decir, no se dan ni actúan por separado sino conjuntamente, complementándose. Esto es así porque el matrimonio no se fundamenta solo en dar, ni solo en recibir, sino en ambas cosas, siendo la primera el recibir. Un matrimonio en el que cualquiera de los esposos se disponga a amar solo recibiendo del otro, sin dar nada, entrará en crisis irremediablemente, porque esa postura o es postura egoísta o está muy cercana con el egoísmo, el cual enfría el amor con el riesgo de apagarlo. Pero cuando ocurre al revés, el enfoque tampoco es correcto. Si cualquiera de los esposos no busca sino dar al otro, sin prestar atención a lo que recibe de él, esa relación tiene poco de conyugal, eso se parece más a la beneficencia.

Valga un ejemplo. Para explicar lo que es un matrimonio no serviría la comparación con dos ríos en los cuales uno es el río principal, caudaloso, y el otro un afluente secundario. En este ejemplo, el río principal se limita a recibir todo lo que proviene del afluente y sigue siendo río principal, mientras que el afluente entrega todas sus aguas, con lo cual desaparece, dejando de ser río.

¿Recibir y dar, qué? Evidentemente, todo lo que va implícito en las promesas matrimoniales: atención, cuidados, detalles, respeto, interés por el otro, etc. Todo esto es muy necesario y ojalá los esposos fuéramos cada vez más solícitos, unos y otras, especialmente los primeros. Todo esto es cierto, pero aquí hay algo que no acaba de encajar con el término “necesidad”.

En cualquiera de esos valores que hemos citado no se ve con claridad que haya una necesidad grande que nos empuje a ellos. Tomemos como ejemplo uno bien importante, el respeto. Por supuesto que uno siente el deseo de respetar y ser respetado, ahora bien, a ese deseo el término ‘necesidad’ no acaba de encajarle. No parece que vivamos con fruición o con frenesí el deseo de respetar a otro, ni de ser respetados tampoco. Y lo dicho del respeto es aplicable de modo igual, o parecido, a los demás valores citados y a tantos otros que deben estar presentes en la vida habitual de un matrimonio.

Tenemos, por tanto, que volver a preguntarnos: ¿recibir y dar, qué? Respuesta: todo lo que de conyugable haya en la persona, que es casi todo, por lo que puede decirse, aun a riesgo de inexactitud, que la propia persona. No es que ahí acabe lo que hay que recibir y dar, porque también están las cosas, pero la propia persona es, con mucha diferencia, lo más importante.

Ahora bien, una persona humana es un ser sexuado, con un cuerpo de carne y hueso, que por ser sexuado, es cuerpo de varón o de mujer, en el que vive encarnado, formando una unidad misteriosa, un espíritu inmaterial al que llamamos alma, gracias al cual el cuerpo es el que es y además está vivo.

¿Qué puede dar y recibir alguien con cuerpo de varón, un hombre? ¿Qué puede dar y recibir alguien con cuerpo de hembra, una mujer? Tanto el uno como el otro todo lo que pueden dar es algo de lo que tienen y solo pueden recibir algo de lo que carecen. Mejor aún, cada uno puede dar con natural facilidad de lo que le sobra y recibir de lo que le falta. Ahora sí aparece con claridad el concepto de necesidad. ¿Qué es eso que sobra y que falta? Lo que corresponde en cualquier varón, y lo que se espera de él, es que ande sobrado de masculinidad y falto de feminidad. Y exactamente lo mismo, pero en sentido opuesto, ocurre con la mujer, lo propio es que abunde en feminidad y ande escasa de masculinidad.

No se entiendan estos dos rasgos, masculinidad y feminidad, solamente en su sentido corporal y físico. Esa es la primera dimensión, y es de primera importancia, pero cualquier matrimonio puede corroborar que ni es la única ni en muchas ocasiones es la de mayor peso. Así pues, masculinidad y feminidad en sentido físico, sí, pero también en el psicológico y afectivo; y si se me apura, también en sentido espiritual.

Permíteme, lector, un aporte que me parece muy luminoso tomado de la filosofía clásica. Platón explica que Eros (el amor) es hijo de la unión de Poros (la abundancia) y Penía (la escasez). Aplicado a nuestra reflexión podríamos entender que el amor es el el resultado de un equilibro al que se llega partiendo de dos abundancias y dos necesidades complementarias y recíprocas, que cuando se satisfacen, cada uno con la abundancia del otro, vienen a formar una unidad singular dotada de una belleza única. Ya no estamos ante un río principal y su afluente, sino ante dos ríos iguales que confluyen uniendo sus aguas para formar una única corriente y un único río en el que no pueden distinguirse las aguas originales. Esto es lo que en términos bíblicos se denomina “una sola carne”, que, en palabras de San Pablo, es un gran misterio.

Siendo esto así, resaltan con más claridad las diferencias del amor conyugal con el de madre-hijo. De este amor materno-filial no podemos sino cantar sus excelencias, que son muchísimas, pero se mueve en otro plano. También aquí se unen abundancia y carencia, también se basa en un dar y en un recibir, pero este dar y este recibir no son recíprocos, ni pueden estar equilibrados. El dar corre desproporcionadamente a cargo de la madre y el recibir a favor del hijo.

Añadamos por último, que, después de lo dicho, queda muy en relieve el inmenso error de la ideología de género que intenta borrar de raíz las diferencias hombre-mujer. Si forzando la naturaleza, anulamos las diferencias entre masculinidad y feminidad (corrijo, hacemos como que anulamos las diferencias entre masculinidad y feminidad, porque lo único que puede borrarse son las apariencias), las necesidades derivadas de la complementariedad forzosamente se quedan sin cubrir. Podrán intentar paliarse por otras vías o con otras fórmulas distintas al matrimonio (hombre-mujer), pero serán remedios extraños al diseño de Dios sobre la persona humana, diseño que está resumido en una expresión tan breve, tan sencilla, tan directa y tan profunda como esta: “Hombre y mujer los creó” (Gen 1, 27).

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Clarita Perdomo
    5 marzo, 2020 06:18

    Hace pensar lo que no se había pensado sobre el amor y deja «SED» para la próxima entrega. Gracias

    Responder

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