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Cuando la vida enseña

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La vida enseña –y más, cuanto más intensa– que el amor y el odio son dos puertas contiguas. El amor proviene habitualmente de una necesidad del alma de agradecer el don, mientras que el odio surge de la envidia del don. En ellos, emisor y receptor entran en juego, de manera que se complementan o se contraponen.

El orgullo puede estar en el origen de todo ello (la soberbia es el primer pecado capital). También el amor suele estarlo, puesto que puede ser oblativo o interesado. El amor (el auténtico amor altruista, no el amor propio) enriquece a emisor y receptor, mientras que el odio (también el amor a uno mismo) rompe con todo, y deja tras de sí una estela de amargura. Por eso es importante para el receptor corresponder al amor que el emisor le ofrece, y ponerse a resguardo del odio. Más, cuanto más intensos sean.

Emisor y receptor, interlocutores en acción

Hemos mencionado a un emisor y a un receptor. Es por este motivo que toda expresión de amor o de odio implican alteridad, tanto si esa alteridad es tenida en cuenta como si no. El otro es visto o sentido, pues, (conscientemente o no), como objetivo de nuestra expresión o sentimiento. En ello la emoción genera una dinámica que puede ser suave y sutil como fresca brisa marina de primavera, o bien torbellino que arrasa todo cuanto encuentra a su camino.

Tanto si se da brisa como torbellino, habrá de todo ello consecuencias circunstanciales y de la actitud que decida tomar el receptor, puesto que no olvidemos que toda actitud del emisor replicada por el receptor será retroalimentada sobre el emisor, provocando así en él una nueva o renovada actitud favorable o desfavorable para ambos frente al receptor.

Paralelamente, hay también la posibilidad de que amor y odio se den en la misma persona (eso es, que el emisor y el receptor son una misma entidad objetiva), de manera que surgirá de él una personalidad egotista comúnmente expresada con incoherencia, con todo lo que ello llega a comportar para la propia integración de la personalidad en la formación del carácter, a menudo motivado (pero no siempre) por el temperamento que le sirve de base.

Decimos a menudo, pues no siempre, porque por encima de todo ello puede existir la virtud expresada en una personalidad virtuosa. Así, el acto comunicativo integra y no destruye temperamento, carácter y personalidad en la unidad de la persona.

La virtud, en la encrucijada

La virtud (y la falta de ella), por fin, es la que determina la generación de una relación que puede ser (según la virtud sea patente o ausente) positiva o negativa; visto de otro modo: aséptica, destructiva o enriquecedora, todo ello para ambos comunicantes. Por este motivo es crucial no olvidar nunca que la virtud puede crecer o menguar, y ahí residirá, en definitiva, el sentido que llegue a integrar o romper en ambos una relación que –en consecuencia− tendrá consecuencias.

Dadas las consecuencias que pueda llegar a provocar la virtud o la falta de ella con sentido o sin él, aparecerán en escena para ambos comunicantes la confianza o la desconfianza, que abrirá o cerrará para ambos una opción de futuro. Puesto que no debemos olvidar que a menudo el futuro es desencadenado por una acción o una reacción (acción en definitiva) que es considerada “lo que tocaba”.

El corrupto a menudo genera “lo que toca” sin que realmente tocara hacerlo en conveniencia, puesto que por lo común ejecuta lo que considera que le retribuirá beneficio, y del modo que espera que éste sea mayor. No olvidemos que la necesidad no tiene por qué ser ejecutada, pues no siempre es ética: puede convertirse en un simple ramalazo de nuestra sensibilidad desbocada. Ahí reside la antivirtud, y ya sabemos que cuando el caballo se desboca, el jinete suele acabar en el suelo hecho añicos… por más de oro que sean jinete y suelo.

Así pues, llegó el momento de la utilidad, para uno y para otro. Para tratar de forzar esa escapada de la dinámica del activismo será imprescindible estar desasido. Algo difícil en nuestro tiempo, en que nos llueven a cántaros noticias que corren y se escampan por las calles con interesada promoción descerebrada, anunciando de mano de pretendidos “expertos” a bombo y platillo que si somos imparables y el no-va-más como especie. Que somos genios, vaya.

Esa aparente virtud impróvida es en realidad es una alucinación de esos desgraciados (carentes de gracia, gracia que se dispensa gratuitamente en el sacramento de la confesión). Por ello llevan camino de convertir la desgracia en colectiva, como pretenden, para crearnos el caos relacional global. Pero será pronto derrocada como se desmoronó la Torre de Babel, y “no quedará piedra sobre piedra” (Lc 19,44; Mt 24,2). Solo el Hombre-Dios será capaz de poner orden y levantarnos de nuestras propias cenizas.

Alertas para poder vivir

Así pues, todo indica que, previo a tan desastrosa experiencia que nos espera, probadamente tendremos sangre, sudor y lágrimas acompañadas de momentos de paz, luz y agradecimiento, que serán los que nos impulsarán a seguir adelante con la cabeza alta o gacha, según hayamos o no alcanzado virtud, confianza o desconfianza (ante Dios, el otro y uno mismo). Ahí, el pretendido “empoderamiento” que nos acecha en la actualidad será puesto a prueba a sangre y fuego.

No es para menos. Tengamos en cuenta que para que la vida que termina sea lograda, dependerá de cómo nosotros la acabamos. Pues el origen del desastre está en la persona: en cada uno de nosotros. Comprobarlo nos servirá para aprender que no somos nada (“pues sin mí no podéis hacer nada”: Jn 15,5). Y vuelta a empezar.

Sucede como con los listillos que a nuestro mundo revuelto le brotan sorpresivamente por las esquinas. Es el caso de aquel arzobispo con cargo de responsabilidad de referencia para la promoción de la vida en el Vaticano, que un día va y se le antoja soltar en un evento mediático que no tocaba, su ocurrencia de la jornada: en una “sociedad pluralista”, es urgente “la revisión del Catecismo”, puesto que “la historia del ser humano cambia y avanza”. Hasta ahí, vamos bien.

¡Pero hay más! Como todo buen corruptor, sabe que para corromper una verdad, nada mejor que partir de un objeto de verdad, y por eso parte de ahí… para luego tergiversarlo: va y se le antoja lanzar al inerte iluso espectador de vanguardia que “la Iglesia no es dispensadora de ‘píldoras de la Verdad’”. ¡Toma ya, moreno! Curiosamente, con todo su espeluznante discurso no hace más que imponer su verdad personal, haciéndose altavoz de los sectarios, y para contentarles a ellos, defender que el suicidio médicamente asistido es “factible”, porque así supuestamente se pone de parte de la gente moderna. ¿Acaso tu verdad subjetiva, eminentísima persona, está por encima de la Verdad objetiva?

Defensa de la vida: ¡por diestro y por siniestro!

Atiéndame bien, eminencia: La vida es incuestionable, se mire como se mire. Dígase lo que se diga, ¡la vida es y seguirá siendo siempre vida! Nadie puede negarla: ¡ni tribunales, ni sociedad, ni iglesia! (escribo “iglesia” en minúscula para dar a entender que para los sectarios como usted hay más de una). La vida, indiscutiblemente, es algo objetivo que no acepta remiendos, a menos que uno pierda el contacto con la realidad. Alucinación, ya le digo.

La Iglesia, quiera vuestra eminencia o no y diga lo que diga vuestra eminencia −haciéndose especialmente responsable ante Dios de sus palabras en razón de su cargo−, la Iglesia es la brújula y la administradora de la enseñanza de Jesús, “Camino, Verdad y Vida” (Cfr. Jn 14,6), por expresa voluntad del Maestro (“Ahora te digo Yo: ‘Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’”: Mt 16,18).

Así que, por más tiempo que pase y por mucho que usted repiquetee el roblón insistiendo que la sociedad “avanza”, la vida seguirá siendo vida, como expresión de la Vida que el Creador nos ha confiado. Vaya usted con cuidado, que Judas terminó fatalmente su vida por decisión propia, y usted va siguiendo el mismo camino… agravado por la responsabilidad del cargo que la Iglesia le ha confiado a usted, y al que usted se debe. (¡Estese atento!).

Su cargo, reverendísima eminencia, le compromete con todo el Pueblo de Dios que la Iglesia ha puesto en sus manos en razón de su investidura. Como le gustaba repetir a san Josemaría, “los cargos son cargas”, no justificación para una vida licenciosa. Menos aún −como se queja Jesús−, ganga para convertir la Iglesia en “cueva de ladrones” (Mc 11,17; Is 56,7; Jr 7,11).

¡Usted, eminencia, llegados a este punto, nos debe explicaciones, y en todo momento integridad y fidelidad, no ocurrencias! Ya nos lo advirtió el Papa Pablo VI cuando afirmó que “el humo del Infierno había entrado en el Vaticano”. ¡Ánimo, Francisco! ¡Rezamos por la limpieza que Su Santidad tiene en curso! Ya lo dijo usted un día: ¡Mejor Iglesia pequeña pero fiel, que grande pero corrupta! Enséñeselo a los que le rodean, ya que la vida −aún− a algunos no les ha enseñado. Gracias a su pontificado, ejemplo y guía, todavía somos muchos. ¡Cuente con nosotros!

Amor y odio complementan o contraponen emisor y receptor: suman o restan, construyen o destruyen. Ley de vida Clic para tuitear

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