Desde el inicio del Cónclave el mundo entero vuelve los ojos hacia un lugar insólito: una chimenea pequeña y oscura, encaramada en el techo de la Capilla Sixtina.
Miles de personas se congregan en una plaza para mirar… humo.
Sí, humo. Blanco o negro. Eso es todo. Pero también es todo lo que hace falta.
No hay evento político, cultural o deportivo que provoque una expectación tan singular.
El mundo entero, creyente o no, vuelve sus ojos al Vaticano, esperando que de esa chimenea brote un mensaje que solo puede leerse desde la fe.
Y el escenario contribuye. La Plaza de San Pedro, con su abrazo de columnas diseñado por Bernini en el siglo XVII, es un lugar perfecto para esta obra sin guión humano.
Es impresionante. Es donde la Iglesia se muestra al mundo entero. Aquí solo un deseo compartido: saber quién será el nuevo sucesor de Pedro, un nuevo Papa.
La Iglesia, con todas sus adversidades, consigue aún algo prodigioso: reunir a la humanidad en un mismo gesto.
Mirar a la pequeña chimenea de la Capilla Sixtina obliga a alzar la vista y mirar al cielo. Y ese gesto, aparentemente pequeño, tiene una fuerza transformadora: nos recuerda que no todo está bajo nuestro control.
Un lenguaje
La fumata blanca no es solo el anuncio de un nuevo Papa. Es una proclamación simbólica de unidad. En esos instantes, la Iglesia se muestra al mundo como un cuerpo vivo, que camina, que elige, pero que se deja guiar por el Espíritu Santo.
Y el humo blanco se convierte en signo, en señal visible de una gracia invisible.
Desde la antigüedad, el humo ha simbolizado la comunicación entre lo humano y lo divino. En la tradición católica, las oraciones ascienden como incienso. Por eso, cuando de esa chimenea sube una columna de humo blanco, no es solo un anuncio: es una plegaria, una súplica que se ha convertido en historia.
Una escena irrepetible
No existe en todo el mundo otro acontecimiento igual. No hay evento que acapare y paralice los medios de comunicación desde el silencio y recogimiento de una capilla.
Algunos están allí, en la Plaza de San Pedro por devoción. Otros por turismo o curiosidad. Otros por trabajo. Pero todos, sin saberlo quizá, están tocando un misterio.
Y cuando por fin salga humo blanco, cuando suene el campanario de San Pedro, cuando se abra el balcón y se pronuncie la fórmula en latín —Habemus Papam!—, el mundo se detendrá.
Las palabras, revestidas de solemnidad, pondrán a prueba incluso la gramática de los oyentes, pues el primer indicio sobre el nuevo Papa está escondido en su nombre, declinado en acusativo. El latín, esa lengua muerta, volverá a la vida y superará al inglés durante unos segundos para anunciar que Cristo ha querido, de nuevo, levantar un “Petrum”.
Una señal que interpela
La Iglesia sigue apostando por símbolos antiguos. Por gestos que exigen espera. Por una liturgia que no compite por atención, sino que provoca asombro. Esa chimenea es pequeña, óscura y no tiene wifi, pero conecta al mundo con lo eterno.
¿Y no es acaso esa su misión?
Pregúntate por qué te importa tanto lo que ocurre allí, en esa chimenea. Tal vez, sin darte cuenta, estés deseando también mirar al cielo.
Y si lo haces con el corazón abierto, quizás descubras que en esa pequeña chimenea, en ese rito ancestral que sobrevive a todos los algoritmos, late todavía la esperanza del hombre que ansía la vida eterna.
Ven, Espíritu Santo. Sopla sobre los cardenales. Sopla sobre la Iglesia. Y que nuestros corazones, como el humo, también se eleven hacia Ti