Ahora resulta que los padres “solo quieren uno, pero bien hecho”. Solo un hijo. Perfectamente planificado, personalizado y al gusto. Uno y de calidad, faltaría más.
Lo llaman «crianza intensiva». El pobre hijo pasa directito a ser el centro del universo familiar, de la atención plena, de la inversión emocional, económica, social…
Se le apunta a inglés antes de aprender a decir “mamá”, va al psicólogo por si acaso y celebra su primer cumpleaños como si se tratase de los Goya.
“Ya que solo vamos a tener uno, hagámoslo bien”. A veces, como madre, no se si reír o pedir una tila.
Hemos desaprendido lo esencial para decidir vivir “todo” en la vida como si fuera un proyecto de empresa: la casa, el trabajo, el cuerpo, la dieta… y también, por qué no, los hijos.
Nos hemos cargado lo más valioso “el don” porque todo es plan, nuestro plan. Y el precio no es otro que la angustia imperante y la pérdida del asombro.
Atentos, ha nacido un nuevo dogma: menos hijos, pero supuestamente más cuidados; menos cantidad, pero más calidad.
Vaya dogma baratija: estéril, racional e inhumano. Y todo porque donde debería de abundar la gratuidad, aparece la inversión. Antes que el amor, surge la gestión y en vez de esperanza, reina la expectativa.
El problema no es tener un hijo único (cada uno conoce su salud, su cama y sus circunstancias), sino tratarlo como único proyecto vital.
La preocupación no es sólo por el número, sino por la mirada.
Irrumpe la pregunta: ¿Se cría a un hijo como un don y un misterio o como quien saca brillo a la condecoración que lleva su nombre grabado?
El hijo como proyecto
Ahora tener un hijo es una inversión emocional con expectativas de retorno. Y como toda apuesta mundana, viene con ansiedad, planificación, estrés y control.
Mucho control. Tanto, que el niño no tiene ni media infancia libre. Bueno, que más bien no tiene infancia.
Jesús Urteaga ya avisaba de este fenómeno en los años setenta, cuando despuntaba algún padre con más vanidad que vocación.
Que mi hijo llegue donde yo no llegué” es frase popular, pero también aviso de naufragio.
Padres que no confían en Dios, sino en sus propias fórmulas. Y así, el hijo pasa a ser lo que no se atrevieron a ser o lo que no lograron.
Pero la paternidad, no es eso, es la escuela en la que se aprende a no tener el control. Y esto, nos devuelve al centro de la fe cristiana: a ese Dios que se entrega por cada uno de nosotros. También por cada hijo que no es nuestro sino donado.
Un hijo no está para redimir nuestra mediocridad. Está para ser amado y llevarlo al cielo.
Se trata de descubrir en el hijo un alma distinta, libre, llamada a la eternidad.
El hijo no está para hacernos sentir bien, ni para llevar nuestra mochila de traumas con mejor estilo. El hijo no es nuestro. Es un alma que se nos confía, no alguien que se nos debe.
Padres exprimidos, hijos sin aire
La crianza intensiva, que hace unas décadas era simplemente “criar”, se ha convertido en una carrera sin fin.
El niño tiene cuidadora, nutricionista, entrenador personal y hasta coach emocional. Lo que no tiene, muchas veces, es tiempo para aburrirse, para equivocarse, para jugar solo o para descubrir que el mundo no gira en torno a él.
Y lo que tampoco tenemos los padres es sosiego y confianza en Dios. La vida se nos va en hipervigilancia y en culpa. En ese constante, ¿lo estaremos haciendo bien?
Y ahí está el punto. En la pérdida del sentido trascendente.
La crianza intensiva no es solo agotadora: es una forma de amor sin confianza y sin trascendencia.
Un amor controlador e inseguro. Y detrás de esa ansiedad, un fondo antropológico más hondo: la pérdida de la mirada cristiana sobre el hombre.
Si no creemos que Dios cuida de nuestros hijos más y mejor que nosotros, entonces todo recae en nuestras manos, y nuestras manos tiemblan. Es lógico.
Lo único que nos queda es la autoexigencia, el perfeccionismo, miedo y el agotamiento.
Uno no educa para Harvard, no nos despistemos. Uno educa para el cielo. Y mientras tanto, para la vida, la amistad, el amor, el dolor, la belleza…
Decía Charles Péguy que “todo lo hacemos por los niños, y son ellos quienes hacen que todo se haga”. Pero para eso hay que dejar de verlos como trofeos y empezar a verlos como almas.
No necesitamos más manuales de crianza, nos sobran.
Necesitamos padres que recen y que amen. Y que sepan reírse de sí mismos.
Nos hacen falta padres que entiendan que educar es acompañar. Y que Dios, sí, es mejor pedagogo que cualquier influencer de crianza respetuosa.
Así que, por favor, no les robemos esa bendición de eternidad reduciéndola a “crianza de calidad”. No pongamos el listón tan alto que no entre nadie más en la fiesta de la vida.
Y no olvidemos que, como nos enseñó Jesús Urteaga, amar de verdad no es esperar resultados, sino decir: “Aquí estoy para ti, sin condiciones”.
En Anna Karénina, se comprende perfectamente: una vida feliz de manera absolutamente distinta, una vida que aún no he terminado de vivir
Y eso, se llame como se llame, no es un proyecto sino eternidad.
Si no creemos que Dios cuida de nuestros hijos más y mejor que nosotros, entonces todo recae en nuestras manos, y nuestras manos tiemblan. Es lógico Compartir en X