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Educar el corazón, ¡desde el Corazón de Jesús!

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Cuando hablamos de educar —ya hemos insistido en otras columnas en el hecho fundamental, que no debemos olvidar, que el hombre es el único ser perfectible, capaz de ser educado— pensamos sobre todo en educar el corazón de la persona. Todo educador quiere lo mejor para su educando, sea este hijo o alumno, lo mejor tanto en el terreno intelectual como en las demás facetas de la persona. Pero al preguntarnos “qué es lo que realmente se educa” de la persona, creo que la respuesta mayoritaria sería, efectivamente, “¡se educa sobre todo el corazón!” No se educa la cabeza, no se educa el cuerpo, y, si se educan, se educan desde el corazón.

la aspiración de todo educador católico debería ser educar desde el Corazón de Jesús

Pensemos cómo esta realidad se ve reflejada de manera muy expresiva en el lenguaje coloquial. De una persona extraordinariamente bondadosa solemos decir que tiene un gran corazón, mejor aún, que tiene un corazón que no le cabe en el pecho. ¡Qué expresión tan hermosa, un corazón que no le cabe en el pecho! Pues bien, hay un corazón que es el más grande, es tan grande que ha quedado para siempre fuera del pecho que lo cobijaba: ¡el Sagrado Corazón de Jesús! Por eso, la aspiración de todo educador católico debería ser educar desde el Corazón de Jesús, sabiendo que esta misión no puede llevarse a cabo al margen de un desarrollo integral de la persona, y ese desarrollo no puede efectuarse de forma plena si excluye la dimensión espiritual.

No pensemos en ningún momento en un cultivo de una espiritualidad interior un tanto impersonal, según ciertas corrientes de espiritualidad de origen oriental que han arraigado con fuerza desde hace años en nuestro occidente descristianizado. Nada de eso tiene que ver con la educación cristiana.

Las personas somos seres creados en relación, lo que significa que tenemos la capacidad de entrar en relación personal entre nosotros y con nuestro Creador. Por eso, siempre he pensado que no es la espiritualidad cristiana una propuesta más entre las muchas que hay en la historia de las religiones, puesto que el cristianismo propone una relación personal de la criatura con su Creador; es más, se basa en una vida filial, de Padre a hijos, una relación de corazón a Corazón, algo del todo impensable en otras religiones.

De hecho, si todas las demás religiones han intentado describir el esforzado camino que el hombre debería recorrer para llegar a Dios, el cristianismo consiste casi exactamente en lo contrario: se trata del descubrimiento del camino que todo un Dios ha recorrido para encontrarse con el hombre. Por eso hablo de educar el corazón desde el Corazón, porque Dios mismo ha tomado un corazón como el nuestro. No hay realidad más apasionante que esta: ¡descubrir que Dios tiene corazón, el corazón humano de Cristo!

ha bajado de la tarima del maestro para hablarnos desde cerca y al corazón

Por todo ello, me gusta pensar que Cristo nos ha educado —y nos educa— cuerpo a cuerpo, corazón a corazón, como deberíamos educar siempre nosotros. No nos ha acompañado desde las alturas de un cielo lejano: ha bajado al barro, nunca mejor dicho, ha descendido y ha compartido las miserias humanas —las alegrías también, pero sobre todo las miserias—, ha bajado de la tarima del maestro para hablarnos desde cerca y al corazón.

¡Cristo, cuando nos habla, sabe de lo que habla, porque sabe lo que significa ser hombre! El educador católico debe intentar aprender esta lección de nuestro Maestro: lo más nuclear de toda auténtica educación se da siempre en el terreno personal, bajando del estrado, yendo al encuentro de la persona. Y es que el crecimiento de la persona se da siempre en la distancia corta: desde lejos, es imposible educar.

En realidad, la misión de los padres y educadores cristianos podríamos resumirla en la oportunidad y responsabilidad que tenemos de enseñar a nuestros hijos y alumnos cómo es el Corazón de Dios. Eso es, creo que deberíamos siempre centrar todo nuestro esfuerzo e ilusión en esa hermosa tarea: ¡mostrarles cómo es el Corazón de Dios! “Pero qué dice, ¿mostrar yo cómo es el Corazón de Dios?” Ya sé, el objetivo, así dicho, puede parecer ciertamente presuntuoso, propio de un soberbio voluntarista más que de un cristiano necesariamente humilde. Pues bien, permítanme anotar que no es presunción ni soberbia aspirar a lo más alto, porque Dios nos ha creado para cosas grandes, y lo justo es ayudar a nuestros hijos y educandos a alcanzarlas.

para objetivos modestos y acotaditos no eran necesarias tantas alforjas

Se trata, simplemente, de responder con generosidad a la llamada. No olvidemos que somos imago Dei, y digo yo que si Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, será por algo: para objetivos modestos y acotaditos no eran necesarias tantas alforjas. De toda la vida el cristiano ha aspirado a cultivar un corazón magnánimo, capaz de soñar, aspirar y pensar en grande, confiando siempre en la ayuda de la gracia, más que en sus limitadas fuerzas.

¡Educar el corazón! No me dirán que no es una labor privilegiada. Y si pensamos además que Dios Padre nos ha revelado los secretos de su intimidad en el Corazón de Cristo, la tarea se vuelve completamente apasionante. ¡Es ciertamente la tarea de una vida digna del hombre!

deberíamos siempre centrar todo nuestro esfuerzo e ilusión en esa hermosa tarea: ¡mostrarles cómo es el Corazón de Dios! Clic para tuitear

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