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EXCLUSIVA.- Lee aquí íntegramente el texto de Michel Houellebecq contra la eutanasia

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– Mientras se debate esta semana en la Asamblea un proyecto de ley para legalizar la eutanasia, el escritor, que rara vez interviene en el debate público, explica por qué se opone ferozmente a lo que considera una ruptura antropológica sin precedentes.

Michel Houellebecq en Le Figaro,  5 de abril de 2021

Proposición número 1: nadie desea morir. Por lo general, uno prefiere una vida disminuida a no tener ninguna vida; porque aún quedan pequeñas alegrías. ¿Acaso la vida no es, casi por definición, un proceso de disminución? ¿Y hay otras alegrías más que las pequeñas alegrías (esto merecería ser explorado)?

Proposición número 2: nadie desea sufrir. Es decir, sufrir físicamente. El sufrimiento moral tiene su encanto, incluso se puede hacer material estético con él (y yo no me he privado de ello). El sufrimiento físico no es más que un puro infierno, carente de interés y significado, del que no se puede aprender ninguna lección. La vida puede haber sido descrita sumariamente (y falsamente) como una búsqueda del placer; es, con mucha más seguridad, una evitación del sufrimiento; y casi todo el mundo, ante la alternativa entre el sufrimiento insoportable y la muerte, elige la muerte.

Proposición número 3, la más importante: el sufrimiento físico puede ser eliminado. Principios del siglo XIX: descubrimiento de la morfina; desde entonces han aparecido un gran número de moléculas relacionadas con ella. Finales del siglo XIX: redescubrimiento de la hipnosis; todavía se utiliza poco en Francia.

Sólo la omisión de estos hechos puede explicar las espantosas encuestas a favor de la eutanasia (96% a favor, si no recuerdo mal). 96% de personas entienden que se les haga la pregunta: «¿Prefiere que le ayuden a morir o pasar el resto de su vida con terribles sufrimientos?», mientras que el 4% conoce realmente la morfina y la hipnosis; el porcentaje parece plausible.

Me resisto a lanzar un alegato a favor de la despenalización de las drogas (y no sólo de las «blandas»); ese es otro tema, sobre el que me remito a las sabias observaciones del excelente Patrick Eudeline.

Los partidarios de la eutanasia hacen gárgaras con palabras cuyo significado desvirtúan hasta el punto de que ni siquiera se les debería permitir pronunciarlas. En el caso de la «compasión», la mentira es palpable. En el caso de la «dignidad», es más insidiosa. Nos hemos alejado gravemente de la definición kantiana de dignidad al sustituir gradualmente el ser físico por el ser moral (¿negando la noción misma de ser moral?), al sustituir la capacidad propiamente humana de actuar por obediencia al imperativo categórico por la concepción más animal y plana de un estado de salud, que se ha convertido en una especie de condición de posibilidad de la dignidad humana, hasta representar finalmente su único sentido verdadero.

En este sentido, no he tenido casi nunca la impresión, a lo largo de mi vida, de haber manifestado una dignidad excepcional; y no tengo la impresión tampoco de que vaya a mejorar. Voy a acabar de perder el pelo y los dientes, mis pulmones van a empezar a caerse a trozos. Me volveré más o menos indefenso, más o menos impotente, quizá incontinente, quizá ciego. Al cabo de un tiempo, una vez alcanzado un determinado estadio de degradación física, me diré inevitablemente (y tendré suerte si no me lo recuerdan mucho) que no me queda ya ninguna dignidad.

Bueno, ¿y qué? Si eso es la dignidad, podemos vivir sin ella; no la necesitamos. Por otro lado, todos necesitamos sentirnos necesitados o queridos, o al menos valorados, o incluso admirados, en mi caso. También es cierto que podemos perderla; pero no podemos hacer mucho al respecto; los demás juegan un papel muy decisivo en este sentido. Y me veo perfectamente pidiendo morir sólo con la esperanza de que alguien me diga: «No, hombre, no, quédate con nosotros«; lo cual sería de hecho propio de mi estilo. Y además lo confieso sin la menor vergüenza. La conclusión, me temo, es obvia: soy un ser humano absolutamente desprovisto de toda dignidad.

Uno de los trucos habituales es afirmar que Francia está «atrasada» con respecto a otros países. La exposición de motivos del proyecto de ley que se presentará próximamente a favor de la eutanasia es cómica en este sentido: buscando los países en relación con los cuales Francia está «atrasada», sólo encuentran a Bélgica, Holanda y Luxemburgo; la verdad es que no me impresionan mucho.

El resto de la exposición de motivos consiste en una retahíla de citas de Anne Bert, presentadas como «de una fuerza admirable», pero que tuvieron el desafortunado efecto de despertar en mí la sospecha. Así, cuando afirma: «No, la eutanasia no es eugenesia»; es evidente, sin embargo, que sus partidarios, desde el «divino» Platón hasta los nazis, son exactamente los mismos. Del mismo modo, cuando continúa: «No, la ley belga sobre la eutanasia no ha fomentado el expolio de herencias»; confieso que no había pensado en ello, pero ahora que lo menciona…

Inmediatamente después, suelta que «la eutanasia no es una solución de orden económico». Sin embargo, hay indudablemente ciertos argumentos sórdidos que sólo encontramos entre los «economistas», si es que el término tiene algún significado. Fue Jacques Attali quien insistió mucho, en un viejo libro, en el coste que supone para la colectividad mantener vivos a los ancianos; y no es de extrañar que Alain Minc, más recientemente, haya ido en la misma dirección, Attali no es más que Minc en más estúpido (por no hablar del payaso de Closets, que es como el mono de los dos anteriores, su Jean Saucisse).

Los católicos resistirán lo mejor que puedan, pero, por desgracia, nos hemos acostumbrado más o menos a que los católicos pierden siempre. Los musulmanes y los judíos piensan sobre este tema, como en muchos otros temas llamados «societales» (fea palabra), exactamente lo mismo que los católicos; los medios de comunicación generalmente hacen un buen trabajo para disimularlo. No me hago muchas ilusiones, estas confesiones acabarán por plegarse, sometiéndose al yugo de la «ley republicana»; sus sacerdotes, rabinos o imanes acompañarán a los futuros eutanasiados diciéndoles que no es tan terrible y que mañana será mejor, y que aunque los hombres les abandonen, Dios cuidará de ellos. Admitámoslo.

Desde el punto de vista de los lamas, la situación es probablemente aún peor. Para cualquier lector consecuente del Bardo Thödol, la agonía es un momento especialmente importante en la vida del hombre, pues le ofrece una última oportunidad, incluso en el caso de un karma desfavorable, de liberarse del samsara, del ciclo de encarnaciones. Por tanto, cualquier interrupción anticipada de la agonía es un acto francamente criminal; por desgracia, los budistas no intervienen mucho en el debate público.

Quedan los médicos, en los que tenía pocas esperanzas, probablemente porque no los conocía bien, pero es innegable que algunos de ellos se resisten, se niegan obstinadamente a dar la muerte a sus pacientes, y que quizás seguirán siendo la última barrera. No sé de dónde sacan esa valentía, quizá sea el respeto al juramento hipocrático: «No daré veneno a nadie, aunque me lo pidan, ni sugeriré tal uso». Es posible; debe haber sido un momento importante en sus vidas, el pronunciamiento público de este juramento. En cualquier caso, es una bonita pelea, aunque uno tenga la impresión de que es una pelea «por el honor». No es precisamente nada, el honor de una civilización; pero es algo más lo que está en juego, a nivel antropológico es una cuestión de vida o muerte. Debo ser muy explícito en este punto: cuando un país -una sociedad, una civilización- llega a legalizar la eutanasia, pierde, en mi opinión, cualquier derecho al respeto. Se convierte entonces no solamente en legítimo, sino en deseable, destruirlo, a fin de que otra cosa -otro país, otra sociedad, otra civilización- tenga la oportunidad de acontecer.

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