Hay algo inquietante en la forma en que el capitalismo ha infiltrado cada aspecto de nuestra existencia. No solo determina lo que hacemos, sino que esculpe cómo nos percibimos y nos vinculamos con los demás.
La estabilidad es ya un vestigio del pasado y la flexibilidad, el dogma ineludible. Si el capitalismo clásico ya se caracterizaba por un constante cambio y revolución en sus formas de producción, su fase actual ha llevado este principio hasta el extremo: todo es fluido, inestable, volátil.
Precariedad e individualismo
El trabajo, que alguna vez fue el eje alrededor del cual se estructuraban vidas enteras, ha mutado en una serie de contratos temporales, empleos precarios y ofertas que exigen disponibilidad total a cambio de estabilidad nula.
La seguridad laboral, pilar de generaciones pasadas, es hoy una anomalía.
Como bien advertía Pasolini, el capitalismo no se conforma con transformar las estructuras económicas; necesita, además, modelar los cuerpos, las mentes y las subjetividades.
En este contexto, la juventud se convierte en una trampa.
Se nos dice que ser jóvenes es una ventaja, que debemos mantenernos adaptables, abiertos al cambio, capaces de aprender y desaprender con rapidez.
Pero lo preocupante es cuando esta juventud no es una etapa, sino un estado permanente.
En la sociedad posmoderna, ser joven significa no tener arraigo, no establecer vínculos duraderos, no anclarse a un proyecto estable.
El «espíritu joven» ya no es una cuestión de liderazgo, vitalidad o proactividad, sino de una peligrosa mentalidad: una disposición a vivir en una sociedad líquida.
Juventud permanente
El gran problema es que esta obligación de eterna juventud no solo afecta al ámbito laboral. Se extiende a todas las esferas de la vida. Las relaciones personales se han vuelto tan líquidas como los contratos de trabajo.
Los vínculos afectivos, que en otros tiempos se construían con la promesa de duración, hoy se gestionan con la lógica del mercado: se evalúan costes y beneficios, se optimizan, se descartan cuando dejan de ser rentables.
La flexibilidad que se nos exige en el trabajo se traslada a la vida privada, donde todo debe ser provisional, adaptable, desechable.
Lo más perverso es que este sistema ha conseguido que lo aceptemos como algo natural.
Nos han convencido de que la estabilidad es aburrida, que el compromiso es una carga, que lo fijo es sinónimo de rigidez u opresión.
Nos han enseñado a desear nuestra propia precariedad, a ver la inestabilidad como una forma de libertad. El nuevo despotismo no oprime con violencia, sino con la ilusión de autonomía.