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La sexualidad, cosa sagrada (III)

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Véase La sexualidad, cosa sagrada (I). La sexualidad cosa sagrada (II)

Llevamos dos respuestas dadas a la pregunta ¿por qué la sexualidad es sagrada? En este artículo nº 5 vamos a intentar dar la tercera. Pero antes de hacerlo me ha parecido conveniente dedicar unas líneas a ultimar la idea con la que terminábamos el artículo anterior, el número 4 de esta serie. Ese artículo acababa diciendo lo siguiente:

«Es verdad que los hombres tenemos la desgraciada capacidad de romper nuestra unidad personal por cualquiera de los muchos pliegues presentes en nuestro ser, pero toda división interna, por definición, nos deja divididos, rotos. Claro que podemos separar lo que Dios ha diseñado unido al crearnos (persona y sexualidad, en este caso), y muchos lo hacen, con las lógicas consecuencias de tal ruptura, pero el mandato permanece inmutable y válido para todos y para siempre : “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6)».

Sobre esto quedan al menos dos cuestiones acerca de las cuales es obligado decir algo. La primera cuestión está en saber por qué hay que rechazar el andar divididos; la segunda, en tratar de ver qué se puede hacer frente a los riesgos de división de la persona.

Respecto de la primera cuestión, ¿por qué hay que rechazar el andar divididos?, se impone una respuesta que debería ser espontánea: porque sí. Las cosas que son obvias no se demuestran ni hace falta explicarlas, se muestran y basta. Ahora bien, la obviedad que consiste en entender de modo intuitivo que la división personal hace un inmenso daño a la persona, no podemos darla por supuesta; al contrario, debemos contar con que esta obviedad no lo sea para todo el mundo y que esa afirmación (la división personal es dañosa) sea contestada por más de uno. Por eso no está demás tener algún argumento a mano en caso de que alguien nos pregunte qué tiene de malo andar divididos. Las respuestas son múltiples, pero para ahorrarnos explicaciones que puedan distraernos, nos quedaremos solo con esta: la ruptura interna de la persona es mala porque impide el crecimiento personal, la división es mala porque bloquea el dinamismo perfectivo del hombre. No creo que sea necesario explicar mucho que todos, absolutamente todos, estamos llamados a un estado de madurez y perfección que aún no hemos conseguido. Ni hará mucha falta insistir, digo yo, en que todo aquello que ayude al logro de esa perfección es beneficioso y todo lo que lo que la estorbe o retarde es perjudicial. Pues bien, el gran problema de la división (interna y/o externa) de la persona está en que la división anula la capacidad de crecimiento y de perfección. Cuando alguien tiene que dedicar su tiempo y sus energías (y en muchas ocasiones también su dinero) a restaurar las piezas rotas de su persona, bastante tiene con tratar de recomponer la unidad perdida. No es poco si puede soldar fracturas y lañar fragmentos como para pensar en avances y en crecimientos para los que se necesita estar bien enteros. Los deseos de perfección no se anulan ni se pierden porque la tendencia a la perfección está inscrita en nuestro ser, pero sin unidad personal esos deseos no pasan de ser ilusiones incapaces de hacerse efectivos. Sin unidad no hay empuje ni fuerza para crecer. Este es, a mi entender, el problema de raíz que causa la división, sea esta del tipo que sea. Insisto: que debilita y paraliza el dinamismo de perfección del hombre, lo cual lleva a algo que es absolutamente nocivo para toda persona, que es la frustración. Como los deseos permanecen, pero no pueden hacerse realidad, la frustración está asegurada, y la frustración es letal: mata la esperanza. Siendo esto así, ya se entenderá que el asunto es lo suficientemente serio como para dedicarle la atención que requiere.

La otra cuestión se dirige a ver qué podemos hacer para evitar los riesgos de división, que son riesgos reales y afectan a todos los ámbitos en los que el hombre es: individualidad, matrimonio, familia, relaciones de amistad, laborales, vida comunitaria, vida de fe, etc. Porque siendo muy importante la ruptura de esa unidad ontológica existente entre persona y sexualidad, el riesgo de división no empieza ni acaba ahí, sino que se hace presente en todos los campos en los que la persona desarrolla su vida.

¿Qué podemos hacer ante cualquier amenaza de rompimiento de algo que debería estar unido? Una pregunta de este calibre exige un abanico de respuestas en las que ahora no podemos entrar, pero sí hay dos que no debemos pasar por alto: una está en el sentido de la vida, la otra nos la ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica. En cuanto al sentido de la vida, podemos decir que es el hilo conductor de la existencia de cada persona, lo que aúna las distintas facetas y roles de la persona en orden a un mismo fin, lo que da coherencia a lo que uno es con lo que piensa, desea, dice y hace. Es claro que todo cuanto podamos poner de nuestra parte en orden a cultivar y profundizar en este concepto existencial del sentido de la vida, será beneficioso para la unidad de la persona, sea para la propia, sea para las personas que tenemos encomendadas (hijos, alumnos, etc.).

Y luego, junto a esto, y muy por encima de ello, está la respuesta del Catecismo, que en el punto 2114 enseña lo siguiente: La vida humana se unifica en la adoración del Dios Único. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita”. No es leve la enseñanza, sino de gran peso. No entro en ella, pero merece la pena reflexionar sobre ella y sobre todo, llevarla a la práctica. Hasta aquí este preámbulo que as mi entender justifica sobradamente el que hayamos dedicado los primeros párrafos a esta cuestión que en el artículo pasado quedó sin rematar. Ahora seguimos con nuestro tema y pasamos a dar una nueva respuesta a la pregunta de por qué es sagrada la sexualidad.

Tercera respuesta: Es sagrada porque la sexualidad es fuente de vida y la vida es sagrada.

La vida, toda vida, pero especialmente la vida humana, lleva el sello divino y todo lo que lleva el sello divino es esencialmente santo. El Magisterio de la Iglesia lo ha dicho de manera expresa e inequívoca. De los muchos textos que abundan en la misma idea, nos vamos a acercar a tres: Uno de la encíclica Evangelium vitae, de San Juan Pablo II, de la cual  copiamos esta afirmación: “La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia” (nº 61). Para el segundo y el tercer texto, volvemos nuevamente al Catecismo. Dice así: Toda vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte, es sagrada, pues la persona humana ha sido amada por sí misma a imagen y semejanza del Dios vivo y santo” (punto 2319). Y en otro lugar: “La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta «la acción creadora de Dios» y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin” (del punto 2258).

Desde aquí se entiende que esa institución natural encargada de transmitir la vida, custodiarla y favorecerla en su desarrollo, que es la familia, haya sido definida muchas veces como un verdadero santuario, el santuario de la vida. Y se entiende también que una realidad tan redondamente humana y en apariencia (solo en apariencia) tan alejada de las realidades espirituales como es el matrimonio, fuera elevada a la categoría de sacramento por Jesucristo. No deja de resultar llamativo que a veces nos parezca que encierra una misión espiritual más alta en el ejercicio de una vocación a la vida religiosa que en una vocación al matrimonio cristiano, cuando es evidente que no es así. Sin merma ninguna de la sublimidad del estado religioso y de la altísima valoración que merece, y huyendo al tiempo del error que supone comparar vocaciones, sí que hay que reclamar el estatus de sacralidad que le es propio a la vida del matrimonio. Pedir esto no es pedir sino que las cosas sean lo que son y reciban el trato conforme a lo que son, en este caso la condición de realidad sagrada de primer orden para el matrimonio tal como Dios lo ha establecido, toda vez que por voluntad suya, por voluntad divina ha sido puesto como sacramento (signo y medio santo, canal de gracia) para un estado de vida, el de la comunión de amor, estable, vitalicia y fecunda, entre hombre y mujer.

Dado que el matrimonio se funda precisamente en la unión completa entre un hombre y una mujer, el corolario está servido: Si todo este mundo de santidad se funda y se hace vida gracias a esa unión, la sexualidad ha de ser necesariamente una cosa santa, muy santa, hay que añadir sin miedo a errar. Sería un contrasentido que Dios hubiera establecido un sacramento sobre una base no santa o impura. Creo que no se fuerza el sentido de la Escritura si aplicamos ahora estas palabras bajadas del cielo, las cuales, aunque fueron dichas en otro contexto, cuadran perfectamente con lo que venimos diciendo: Lo que Dios ha purificado, tú no lo consideres profano” (Hch 10, 15). Dicho de otra manera, lo que Dios ha hecho limpio, no lo ensucies tú; lo que Dios ha colocado en un estado tan alto, no lo trates tú con bajeza.

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