La concepción liberal constituye la matriz necesaria de la cultura de la desvinculación. Al realizar esta afirmación tan tajante no estoy diciendo que la finalidad liberal haya sido construir la sociedad desvinculada, claro que no. Lo que sostengo es que su práctica ha conducido a este resultado, en ningún caso querido por los padres del liberalismo.
Esta relación entre daños sociales no queridos pero producidos y filosofía liberal es una afirmación que no aceptan demasiados de sus epígonos contemporáneos, con importantes excepciones como la que formula Joseph Raz y su The Morality of Freedom[1] en la corriente del liberalismo perfeccionista, y que constituye una referencia necesaria.
El liberalismo como tradición filosófico-moral considera la libertad individual como el más importante de los valores morales
El liberalismo como tradición filosófico-moral considera la libertad individual como el más importante de los valores morales, y de ahí establece que la vida pública no debe contribuir a la moral, a las virtudes de las personas, porque, aunque ello pueda ser deseable, no lo es en la medida suficiente como para ejercer una acción pública, que pondría en riesgo la libertad personal.
Es la concepción opuesta a las tradiciones éticas de occidente desde Aristóteles, que consideran que la política es un espacio moral donde se ejercen las virtudes. En este sentido, el liberalismo es una gran ruptura con la tradición moral europea. Aquella concepción ha evolucionado en algunos pensadores, como el ya citado Raz, o también, para mencionar otra obra imprescindible, la de Steven Wall Liberalism, Perfectionism and Restraint[2] Cabe decir que ninguna de estas obras ha sido traducida al español, con lo que, una vez más, la cultura política en lengua castellana se margina de un debate muy importante.
Una radiografía de la filosofía liberal muestra como sus componentes son los que permiten construir la cultura de la desvinculación.
Empecemos por el utilitarismo. En este marco de referencia, se trata de conseguir el mayor bien para el mayor número de personas o, en términos de Stuard Mill, la libertad de perseguir nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando no privemos a otras personas de la suya, ni bloqueemos los esfuerzos para obtenerla. Se trata, en definitiva, de lograr el máximo de felicidad global. Pero este planteamiento, formalmente atractivo, presenta graves problemas de consistencia que se traducen en su inviabilidad práctica.
Un primer gran razonamiento en contra surge de la mano de un potente ilustrado, Kant, cuando afirma que los fundamentos empíricos no son adecuados para la ley moral, porque el cálculo utilitarista utiliza a las personas como medios para la felicidad de los otros, y no como fines en sí mismas. La observación del funcionamiento real de la sociedad fundamenta a posteriori y en términos apabullantes la crítica del gran filósofo alemán. En la medida que la premisa de partida es el principio subjetivo del mayor bien propio, pasa a un tercer plano la condición de la felicidad de los demás.
La última gran crisis económica también puede narrarse en estos términos. En realidad, la filosofía utilitarista encuentra su punto de quiebra precisamente en el fundamento ilustrado de la razón instrumental, que abre la puerta al pleno dominio del subjetivismo del bien y a la consideración de lo que es el bien del otro bajo esta perspectiva. El choque entre los distintos sujetos y sus respectivas felicidades está en la práctica asegurado, y una vez más la educación es el campo de batalla que muestra los destrozos con especial evidencia.
Todo esto da pie a una interesante paradoja. Si la percepción utilitarista de la felicidad personal y colectiva se propusiera en el ámbito de una razón objetiva, donde se compartiera la idea de bien común y realización personal, porque se encuentran en último término más allá del sujeto, su aplicación práctica resultaría mucho más viable. Y es que, cuando Mill formuló su planteamiento, la sociedad no tenía el problema actual de exceso de subjetividades, por el contrario, muchos podían sentir razonablemente que lo que sobraban eran constreñimientos que limitaban la felicidad personal. En otros términos, donde mejor se desarrollan las prácticas liberales es en el marco de la razón objetiva que el liberalismo rechaza, y eso es lo que viene abordando el liberalismo perfeccionista.
¿Cómo equiparar la felicidad de una buena comida con la de la recuperación de un hijo?
La crítica al utilitarismo queda todavía más reforzada si se introduce la evidencia de que no todo bien humano es conmensurable con lo que el ejercicio de maximizar la felicidad se revela inútil. A esta razón cualitativa se le añade otra del mismo orden que surge de la reducción de todos los valores y preferencias a un solo tipo, «la cantidad de felicidad». Este enfoque no permite diferenciar los deseos nobles de los innobles, ni las diversas jerarquías de felicidad. ¿Cómo equiparar la felicidad de una buena comida con la de la recuperación de un hijo? La formulación utilitarista siempre ha tropezado, no ya con la misma piedra, sino con una infranqueable muralla: es imposible establecer el bien común solo a base de establecer inconmensurables agregados de bienes individuales.
El liberalismo neokantiano, en su versión más actual y acabada, deudora en gran medida de Rawls, ha establecido una vía para superar los anteriores inconvenientes del utilitarismo.
La solución ha consistido en diferenciar lo que es correcto de lo que es bueno, una distinción que ha dado lugar a la peligrosa ideología de lo políticamente correcto, que ha evolucionado hasta convertirse en un dictado moral, es decir todo lo contrario al principio liberal de la libertad individual.
Se trata de prescindir del bien y quedarse solo con la corrección. La distinción no es baladí. El liberalismo defiende la libertad de expresión a fin de que las personas puedan elegir sus propios fines, con independencia de cuáles sean. Pero la preferencia de lo correcto oculta en todo caso el problema, dado que lo que se está afirmando es que no puede apuntarse que exista una forma de vida buena, una forma de vida mejor que otra, más allá de la preferencia personal, porque, si no fuera así, sería ilógico no preferir la buena a todas las demás.
La vía de lo políticamente correcto es ciega ante el bien porque no desea identificarlo y, como escribe Sandel, citando a John Rawls en su Teoría de la Justicia, lo es en dos sentidos.
Uno, cuando Rawls establece que los derechos individuales no pueden sacrificarse en aras del bien general: «cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar general puede anular. […] Los derechos garantizados por la justicia no están supeditados por negociación política alguna ni cálculo de intereses sociales[3]».
Y dos, porque justifica los derechos no porque procuren el bienestar general o el bien, sino a causa de que configuran un marco dentro del cual los individuos pueden escoger sus propios valores, hasta donde esto sea compatible con la libertad de los demás: «Los principios de la justicia a partir de los que se concretan estos derechos no pueden tomar como premisa ninguna virtud particular de la vida buena[4]».
Naturalmente esta forma de razonar está tan desencarnada de la vida real que en la práctica estos presupuestos no se aplican, puesto que los propios liberales tienden a mezclar la exigencia de los derechos personales con los bienes sociales. La cuestión de fondo que todo esto plantea es vital. ¿Puede tener un buen futuro una sociedad que no esté guiada por una idea del bien que sea común? ¿Y cómo conseguir este bien común sin que entrañe la liquidación de la libertad personal?
También la idea del límite de la libertad situado en la libertad de los demás resulta inviable por la misma lógica que hemos visto antes: cuando el sujeto que puede desempeñar su libertad es dependiente, o no existe como tal sujeto en presencia, como sucede con la naturaleza, las especies animales o los que han de nacer, que carecen de toda posibilidad de ejercer su derecho de limitar una acción a causa del daño que les infringe. La felicidad objetiva del ser humano engendrado y no nacido es la vida, pero él no está presente para manifestarlo, y su felicidad natural no actúa como límite de la de los demás. El dependiente y las generaciones futuras, tan ligadas al comportamiento actual, carecen de capacidad para evitar que su libertad se vea coartada. Por otra parte, la libertad sin considerar las condiciones sociales concretas resulta una entelequia, porque la libertad del poderoso siempre es mayor que la del débil, y la ley es una protección vulnerable supeditada al poder mediático, económico, político y corporativo.
En el trasfondo la ideología liberal se basa, como en el caso del mercado autorregulado, en un abstracto universal que no existe en la realidad
En el trasfondo la ideología liberal se basa, como en el caso del mercado autorregulado, en un abstracto universal que no existe en la realidad. Se trata del individuo cosmopolita capaz de decidir individualmente con toda libertad, sin ninguna carga de tradición, religión, grupo étnico y social. Se asemeja a aquella fórmula del mercado perfecto de la economía neoclásica que solo existía en los libros. Desde Aristóteles sabemos que no existe el ser humano sin polis, y esto significa articulación con el pasado, participación en una vida común y proyección hacia un futuro compartido. Uno nace en una familia y solo este hecho ya nos dice que no podemos concebirnos como seres independientes desligados de la influencia de los demás. Cada una de nuestras vidas forma parte de un relato más amplio que le da sentido, incluido el sentido moral, y descubrirlo forma parte esencial de la tarea de vivir
Existe una perspectiva liberal que sostiene que gobernar bajo la idea del bien puede conducir a prácticas totalitarias. Dos objeciones se oponen a tal presunción. La primera es práctica. Los gobiernos y los debates políticos se presentan siempre bajo una idea impositiva de bien a la que llaman «interés general» (otro abstracto universal) o «interés del estado» (una abstracción todavía mayor). La segunda surge también de una evidencia. La intolerancia florece con más fuerza allí donde el sentido de la vida está desnortado, donde las raíces culturales son débiles y la tradición ha sido aniquilada. Los totalitarismos de estado son una consecuencia de la modernidad o de una reacción modernista: esto es lo que son el comunismo y el fascismo; el anarquismo y el nihilismo.
Al Kaeda bebe del nihilismo, es decir, de la modernidad, y no de la tradición islámica, y algo parecido puede decirse si consideramos una secta del siglo XIX o XX en relación con la tradición de los primeros cristianos. El impulso totalitario no ha venido de un sujeto con claras convicciones sobre el bien y la voluntad de realizarlo, sino de la reacción de sujetos atomizados, inseguros y en crisis. Son las masas inarticuladas donde anida el riego de enraizamiento de la tentación totalitaria. Como escribe Hannah Arendt: «Lo que hace que la sociedad de masas sea difícilmente soportable no es, o al menos no es principalmente, el elevado número de personas que la componen, sino el hecho de que el mundo que media entre ellas ha perdido el poder que tenía de reunirlas, de relacionarlas»[5].
Muchas personas se consideran liberales, pero lo son solo bajo una idea muy vaga e incompleta de su significado. Entienden que el liberalismo es la democracia, la economía de mercado y la propiedad privada
Pero estos solo son unos componentes que no lo diferencian de otras propuestas. Pueden existir los tres en marcos muy distintos al liberal. La economía social de mercado es un modelo claro y concreto, y sin duda de éxito en Alemania y Austria, aunque ahora fuertemente deconstruida por la deriva liberal iniciada con el socialdemócrata Schöereder y la «Agenda 2010». Y algo parecido podría decirse del modelo nórdico y francés en relación con el mercado. El comunitarismo es una concepción teórica que inspira numerosas aplicaciones parciales y es un duro adversario de la filosofía liberal, y qué duda cabe que aquellas tres características pueden tener un excelente desarrollo en el marco de una antropología y una filosofía moral aristotélico-tomista. El propio «Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia» define un modelo integral no liberal en el ámbito de los principios y fines en el que la democracia, la propiedad y el mercado juegan un papel esencial. Es necesario deshacer malentendidos para que muchos liberales descubran que en realidad no lo son.
El pensamiento liberal tiende considerar que el estado debe dar a los ciudadanos la máxima libertad posible para que elijan sus propios valores y fines sin limitar los de los demás. La libertad así entendida consiste solo en la libertad para elegir[6] bajo el supuesto de que no existe ningún bien superior al de las preferencias individuales. Naturalmente, este fundamento ha sido revisado desde el propio campo liberal como sucede con la importante aportación del propio John Rawls[7], que ha procurado establecer una determinada jerarquía de bienes. El problema en último término es el mismo. Tal conclusión se alcanza por mecanismos de razón instrumental, insuficientes para cohesionar sin coacción el imperio de la preferencia subjetiva que late siempre en el núcleo profundo del liberalismo. Y es que la cuestión de fondo no subyace prioritariamente en los mecanismos, sino en un hecho previo: ¿puede existir realmente la justicia sin ser humanos que posean la virtud de ser justos? Se trata de un callejón sin salida desde una perspectiva liberal, cosmopolita, porque la justicia solo se define en el marco de una tradición cultural determinada, como con tanta eficacia muestra Alasdair MacIntyre en Justicia y Racionalidad[8].
La forma de razonar del liberalismo para defender sus posiciones resulta llamativamente artificiosa incluso en alguien como Rawls. Tomemos por ejemplo su punto de vista en el debate con Habermas para constatar que defiende una práctica sin realidad, desempeñada por seres sin historia.
La idea de Rawls es el acuerdo entre ciudadanos libres, iguales y racionales, y esto supone la preexistencia de un ciudadano de actitudes éticas
Rawls entiende el liberalismo político como una doctrina que pertenece solo a esta categoría. Se desenvuelve enteramente dentro de dicho dominio y no cuenta nada fuera de él. Deja al margen todo tipo de doctrinas religiosas, metafísicas y morales, con sus largas tradiciones de desarrollo e interpretación. La idea de Rawls es el acuerdo entre ciudadanos libres, iguales y racionales, y esto supone la preexistencia de un ciudadano de actitudes éticas. Mas, ¿de dónde surge, ¿cómo se forma este ser humano, este ciudadano, antes niño, adolescente y joven? Porque esa es la cuestión que aparece con fuerza en otro debate, el de Habermas y el cardenal Ratzinger, quien posteriormente fue Benedicto XVI. Se trata de lo que se ha venido en llamar fundamentos prepolíticos de la democracia que hacen posible que exista un ciudadano dotado de prácticas éticas.
De las dificultades de Rawls para afrontar la realidad da cuenta él mismo, si comparamos lo que escribió en su obra fundamental Teoría de la justicia[9] con El liberalismo político[10]. Y el cambio radica precisamente en el reconocimiento de la importancia de la tradición cultural.
Dado que la política significa la participación en la, llamémosla, comunidad, polis, nación, pueblo, estado o sociedad, y esta realidad está integrada por seres humanos, resulta anómalo pensar en ella como algo sin vínculos con las realidades humanas, históricas, tradicionales, culturales y, por ello, religiosas y morales. El ser humano es una unidad y no puede fragmentarse según la función que desempeñe, sin caer en la contradicción o la esquizofrenia.
No existe un «hombre político» aparte de las restantes dimensiones humanas, y estas surgen de un sistema de valores y virtudes específicas, del propio relato de su vida, que a su vez se relaciona con otros relatos, y en parte es fruto de ellos. El liberalismo tiende a menospreciar esta realidad, o bien la considera con muchas limitaciones. En su marco de referencia no tiene cabida ninguna razón objetiva que sea superior a la contingencia humana, que como tal se manifiesta solo en el marco de sus condiciones históricas concretas. Al prescindir de la referencia moral se reafirma la voluntad explícita de no definir lo que es el bien y, en relación con él, el significado de la vida humana realizada, más allá de la preferencia personal, y la no interferencia y la tolerancia en la vida de los demás; no obstante, este bagaje se revela muy insuficiente para afrontar la cotidianidad de la vida humana, y no digamos ya de los grandes retos. De ahí su tendencia a dar por sentado que surge un sujeto ético potencialmente capaz de ello por «generación espontánea».
Moral significa en primer término no lo que hemos de hacer, esto es una consecuencia, sino lo que hemos de ser
Pero, para que exista una idea moral, es necesario disponer de una determinada concepción de lo que es el fin de la vida humana, aquello que los antiguos griegos llamaban telos. Moral significa en primer término no lo que hemos de hacer, esto es una consecuencia, sino lo que hemos de ser. El «deber ser» en su fin último no puede ser establecido como una innumerable multiplicidad de fines personales señalados por la subjetividad de la preferencia. Solo sabiendo qué debo ser puedo establecer normas inteligibles, coherentes, que expresen cómo actuar. El liberalismo no tiene nada que proponer en este sentido.
No es por consiguiente extraño que nuestro tiempo, bajo la hegemonía de liberalismos de distinto signo, acumule una crisis tras otra sin ser capaz de dar respuesta a ninguna de ellas, simplemente por su incapacidad para señalar el bien. El discurso político liberal en su expresión filosófica es una clara manifestación del pensamiento desvinculado en algo tan substancial como es el concepto de bien.
Por esto, en la política actual, y en contra de lo que reclama un liberal perfeccionista como Raz, no tienen cabida los debates sobre las distintas opciones de bien, solo caben proposiciones instrumentales.
[1] Clarendon Press. Oxford 1986.
[2] Cambridge, Cambridge University Press, 1998. Un interesante comentario en LIBERALISMO Y PERFECCIONISMO Reflexiones a propósito de un estudio reciente Susana Blanco Miguélez http://ruc.udc.es/dspace/bitstream/2183/2042/1/AD-3-5.pdf
[3] Fondo Cultura Económica 2º edición 2006, p. 206.
[4] Ob. cit., p. 207.
[5] Los orígenes del totalitarismo, Taurus 1974, p. 212.
[6] Véase la discusión en este sentido, la crítica a que somete las tesis liberales Michael j. Sandel en Filosofía Pública Barcelona Marbot Ediciones 2008 especialmente, págs. 204-212.
[7] En su obra más conocida Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica, 2006, pero también en El liberalismo político, Crítica, 2004.
[8] Ediciones internacionales Universitarias Madrid 2001.
[9] Fondo Cultura Económica Sexta, edición 2006 y Primera edición 1975 (1971; 1999).
[10] Fondo Cultura Económica, México 1955 (1993).
La Sociedad Desvinculada (16). Individualismo atomizado
No es extraño que nuestro tiempo, bajo la hegemonía de liberalismos de distinto signo, acumule una crisis tras otra sin ser capaz de dar respuesta a ninguna de ellas, simplemente por su incapacidad para señalar el bien Share on X