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Los mártires engrandecen a la Iglesia y dan esplendor al sacerdocio

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El sábado 9 de marzo de 2019 tuvo lugar en Oviedo la beatificación de nueve seminaristas mártires asturianos, presidida por el cardenal Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, que en la homilía recordó que los mártires «hablan» a España y Europa de coherencia de vida, y que con su martirio «engrandecen a la Iglesia y dan esplendor al sacerdocio» en un momento en que es muy necesario, ante «los escándalos que parecen no tener fin y que desfiguran el rostro de la esposa de Cristo».

Seis mártires del siglo XX en España nacieron un 10 de marzo: el lucense san Inocencio de la Inmaculada -uno de los mártires de Turón asesinados en 1934-, más un párroco tarraconense y otro granadino, un marista barcelonés, un agustino de Palencia y un franciscano también granadino.

Biografía de los nueve seminaristas mártires asturianos:

Los nueve santos mártires de Turón
Manuel Canoura Arnau (san Inocencio de la Inmaculada), de 47 años y natural de Valle del Oro (O Valadouro, Lugo), era sacerdote pasionista, fue asesinado el 9 de octubre de 1934 en Turón (Asturias), beatificado en 1990 y canonizado en 1999, con ocho lasalianos de Turón -entre ellos el primer santo argentino, san Héctor Valdivieso Sáez– y uno catalán (san Jaime Hilario). Estos diez más san Pedro Poveda son, hasta ahora, los únicos mártires canonizados de la revolución y guerra española (el resto hasta 1.523, es decir, 1.512, son –por ahora- beatos).

Hasta su beatificación los ocho lasalianos fueron enterrados en un panteón en el monasterio de Bujedo (Burgos), y después en el altar mayor del mismo. Los restos de san Inoncencio quedaron en Turón y «se perdieron durante los bombardeos de 1936«.

Los nueve mártires de Turón son:
José Sanz Tejedor (san Cirilo Beltrán).
Filomeno López López (san Marciano José).
Claudio Bernabé Cano (san Victoriano Pío).
Vilfrido Fernández Zapico (san Julián Alfredo).
Vicente Alonso Andrés (san Benjamín Julián).
Román Martínez Fernández (san Augusto Andrés).
Manuel Seco Gutiérrez (san Aniceto Adolfo).
Héctor Valdivieso Sáez (san Benito de Jesús), argentino.
Manuel Canoura Arnau (san Inocencio de la Inmaculada), pasionista de Mieres.

Seis de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas que había en Turón en 1934 llevaban un año trabajando, pues llegaron disimulando su condición religiosa, ya que la Ley de Congregaciones de 1933 les prohibía la enseñanza. Otro llegó en abril y el último llevaba allí solo tres semanas. Atendían a 350 alumnos entre 5 y 14 años. Antes que a ellos, el comité local detuvo en la madrugada del 5 de octubre a directivos de la empresa Hulleras del Turón (propietaria de la escuela) y miembros de organizaciones católicas o de derecha, y a varios sacerdotes, entre ellos el capellán de la escuela, cuya cuñada, que fue a la Casa del Pueblo a llevarle unas medicinas, contó a los religiosos lo sucedido, sugiriéndoles que se escondieran para no ser apresados. Los hermanos celebraban ese día el primer viernes de mes, motivo por el que había dormido en la escuela el pasionista Inocencio de la Inmaculada, que confesó a los niños de la escuela. Los religiosos decidieron comenzar la misa inmediatamente, pero apenas iban por el ofertorio cuando llamó a la puerta una treintena de milicianos. El padre Inocencio decidió consumir la especies eucarísticas, antes de que los llevaran presos a un aula de la escuela socialista que funcionaba en la Casa del Pueblo. Allí hicieron quitarse al P. Inocencio el hábito religioso.

El primer día ni les dieron ni pidieron alimento, hasta que el director de Hulleras del Turón, Rafael del Riego, preso en una habitación contigua, pidió que se la llevaran del bar de la empresa. Los detenidos rezaban el rosario y hablaban con otros detenidos. El día 8 llegaron varios miembros del comité, como Ceferino Álvarez Rey, que se declaró alumno agradecido de los hermanos de La Salle. Querían saber si el cocinero, Filomeno López López (san Marciano José) era religioso o simple asalariado -pues los lasalianos trabajaban sin hábito-, así como el nombre y condición de los demás. Intuyendo el peligro, estos decidieron confesarse ante su posible muerte. Otros detenidos siguieron su ejemplo. El párroco, José Fernández, y el coadjutor José Manuel Álvarez, escribirían al respecto: “Una alegría de cielo invadió los semblantes, una vez que terminamos las confesiones. Ya no temían la muerte. Todos estaban resignados a la voluntad de Dios y estaban seguros de que Él tendría misericordia de sus almas, si llegaban a cumplirse sus temores”.

Mientras todos dormían, el párroco conversaba con el director de la escuela, José Sanz Tejedor (san Cirilo Bertrán), cuando llegó un grupo de fusileros acaudillado por Silverio Castañón y Fermín García El Casín. El primero había logrado que el comité dictara sentencia de muerte, venciendo la resistencia de algunos como Leoncio Villanueva, jefe local de la Masonería. Rechazó las peticiones de clemencia y se apresuró en la ejecución, teniendo que reclutar el piquete ejecutor en Mieres y Santullano, pues no encontró secuaces en Turón.

Empezando por los dos que estaban despiertos, el piquete mandó a los nueve religiosos (ocho lasalianos y el sacerdote pasionista y los dos sacerdotes seculares quitarse los abrigos y entregarles cuanto llevaban, separándolos del resto de presos. Dijeron que los llevaban al frente y El Casín les preguntó qué armas sabían manejar. Contrariado al oír que ninguna, preguntó si no habían hecho el servicio militar. El relato de los sacerdotes dice que san Augusto Andrés (Román Martín Fernández) dijo saber manejar el mosquetón:

El Hno. Augusto dijo que él sabía manejar el mosquetón. Irónicamente respondió El Casín:
– ¡Buen arma..! ¡Buen arma..!
Mandaron formar de tres en tres. Aludiendo al modo como llevaban a los niños a misa los domingos, uno dijo:
– Esto ya sabrán Vds. hacerlo bien.
Y después añadieron:
– ¿Saben Vds. a dónde van?
Respondieron negativamente.
– Pues van Vds. al frente, a la línea de fuego, para que, al verles, nuestros enemigos dejen de disparar.
El Sr. Párroco pidió permiso para hablar. Se lo concedieron.
-Entonces nos permitirán, al menos a los sacerdotes, vestir el traje talar. Si vamos de seglares, no seremos reconocidos y no se cumplirán los deseos de Vds”.
Contestó El Casín:
De ninguna manera. Creerían que estamos en una Monarquía. Y estamos en una República.
Los dos del Comité, y alguno más que había entrado, se apartaron para deliberar. Se dirigieron al grupo después de haberlos contado:
-Once… y los dos carabineros, trece. Y éstos no pueden quedar, pues irán a lo más recio de la pelea. Por tanto sobran dos, pues en la camioneta no hay sitio para todos, ya que han de ir varios de los nuestros para acompañarles.
Los carabineros eran el teniente coronel Arturo Luengo y el comandante Norberto Muñoz, apresados en Oviedo. Se dio una nueva orden:
-Salgan aquí los curas de la Parroquia.
Obedecieron los dos (al capellán Tomás Martínez, por su enfermedad, lo habían dejado marchar). Les hicieron algunas preguntas y les mandaron quedarse.
A los demás, Castañón les indicó:
-“¡En marcha!”
Los sacerdotes alzaron sus manos para absolver al resto. La continuación del relato depende de otros. Ante la fachada había unos 20 hombres armados. Habló Castañón:
-¿Saben Vds. a dónde van?
El hermano Augusto respondió:
-A donde Vds. quieran. Estamos dispuestos a todo, pues ya nada nos importa.
Castañón sentenció:
-Pues van Vds. a morir por rebeldes.

Salieron de dos en dos. Los carabineros iban al frente. El último lugar lo ocupó el padre Inocencio. Ocho o diez minutos tardaron en llegar al cementerio. Siguieron la senda que sube por la ladera de la montaña. Ante el cementerio tuvieron que esperar un rato. El enterrador no había acudido todavía. Se dio orden de avanzar hasta el centro del cementerio. Allí estaba preparada una zanja de unos nueve metros. Se les colocó ante ella. A unos 300 metros, se alzaba el edificio del Colegio Virgen de Covadonga, iluminado a aquellas horas de la noche.

Castañón dio la orden de fuego. Tras dos descargas, algunos que habían quedado con señales de vida, recibieron un disparo de pistola. San Cirilo y el teniente coronel Luengo fueron golpeados con una maza que había por allí. El enterrador recibió orden de echar tierra sobre los cuerpos. Lo hizo y se marchó pronto. Días después, detenido en la cárcel de Mieres, Castañón reconocía:
-Los Hermanos y el Padre oyeron tranquilamente la sentencia y fueron con paso firme y sereno hasta el cementerio. Sabiendo a dónde iban, fueron como ovejas al matadero; tanto que yo, que soy hombre de temple, me emocioné por su actitud. Me pareció que por el camino, y cuando estaban esperando ante la puerta, rezaban en voz baja.

Al beatificarlos el 29 de abril de 1990, Juan Pablo II afirmó que “fueron conducidos a la muerte sin oponer resistencia alguna. A los ojos de los perseguidores, ellos eran reos de haber dedicado su vida a la educación humana y cristiana de los hijos de aquel pueblo minero”. La motivación antirreligiosa del arresto viene resumida en el decreto de beatificación citando las palabras de uno de los captores, que dijo: “Serían los mejores maestros del mundo, si no enseñaran el catecismo”. En el decreto se recordaba que los hermanos de La Salle contaban con seis escuelas en Asturias antes de abrir en 1919 la de Turón, por la que habían pasado 1.200 niños. Desde 2005 el colegio Virgen de Covadonga está abandonado y se ha convertido en fuente de relatos sobre fenómenos «paranormales»; lo llaman «colegio encantado» y tonterías por el estilo.

«Le tocaba morir porque había hecho demasiado Acción Católica»
Jocund Bonet Mercadé, sacerdote de 61 años, natural de Tarragona, era párroco de Sant Joan de Reus, localidad donde fue asesinado el 14 de agosto de 1936 y beatificado en 2013. Tras volver de la guerra de Cuba, fue ordenado sacerdote en 1900. Como párroco, construyó el templo de San Juan Bautista de Reus, inaugurado en 1931. Organizó la Acción Católica de la Mujer y la Sección de Juventud, de modo que uno de sus asesinos dijo que “le tocaba morir porque había hecho demasiado Acción Católica”. Al estallar la revolución, le propusieron llevarlo a un lugar seguro, pero él contestó que no podía abandonar su parroquia. Se refugió en casa de los señores Turú. Pasaba el tiempo rezando y muchas veces lo veían arrodillado y con los brazos en cruz. A la una de la madrugada del 14 de agosto, se presentaron cuatro milicianos en su piso. Detenido, los siguió en silencio. Conducido a la carretera de Falset, en el cruce con la que va al Instituto Pere Mata, lo hicieron bajar. Arrodillado y con el crucifijo en las manos, levantó la vista al cielo, y mientras pedía “¡perdona, Señor, que no saben lo que hacen!”, resonaron los tiros que lo mataron.

Melitón Martínez Gómez, granadino de  Jérez del Marquesado (Granada), era párroco de Fiñana (Almería), tenía 58 años cuando lo mataron el 18 de septiembre de 1936 en Nacimiento y fue beatificado el 25 de marzo de 2017 en Roquetas de Mar (Almería).

Juan Tubau Perello (hermano Gaudencio Juan), de 42 años y oriundo de Igualada (Barcelona), fue uno de los maristas asesinados el 8 de octubre de 1936 en el cementerio de Montcada i Reixac (Barcelona) cuyo rescate se gastó en armas Tarradellas, y que fueron beatificados en 2007.

Constantino Malumbres Francés, sacerdote agustino de 64 años, natural de Frómista (Palencia), fue asesinado en Paracuellos de Jarama el 30 de noviembre de 1936 y beatificado en 2007.

Gabriel Olivares Roda, granadino de Baza, tenía 48 años cuando lo mataron en Viator (Almería), provincia donde también fue beatificado el 25 de marzo de 2017.

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