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Los reflejos condicionados

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Las generaciones españolas posteriores a 1980 viven en una ficción permanente, y la causa es la siguiente: la llamada «derecha» española post-transición ha sido siempre tímida e incompetente; ha renunciado a dar la batalla en el terreno de las ideas porque nunca ha tenido ideas; nunca ha habido en España, después de la transición, un partido conservador que defienda los valores tradicionales de la cultura occidental; en su lugar, la «derecha» ha ido asumiendo los planteamientos de la izquierda con la estúpida excusa de intentar robarle votos en su propio terreno, entre sus propios electores, olvidando la vieja verdad de que, entre el original y la copia, siempre es mejor el original. De ese modo se ha llegado a una situación en la que, entre «derecha» e «izquierda», apenas hay más diferencia que un cierto teórico mayor énfasis en el control del gasto público por parte de la «derecha», énfasis puramente teórico, puesto que en la práctica tampoco se ha demostrado, mientras que, en el terreno de las ideas, no hay ni siquiera debate. Desde el inicio de la transición, en España no ha habido un verdadero debate de ideas que hubiera podido permitir a los jóvenes recibir y valorar distintas visiones del mundo, de la vida y del propio hombre, porque ese debate se les ha hurtado.

Esta situación ha permitido que la izquierda se haya hecho con el control absoluto en España del ámbito de la cultura y de la comunicación, de tal modo que, incluso durante los periodos en que la «derecha» ha gobernado, ese monopolio no ha sido nunca ni discutido ni alterado. La izquierda domina el mundo de la llamada «cultura», los medios de comunicación y la educación, que son los elementos básicos para condicionar el pensamiento de los ciudadanos. Eso ha permitido a la izquierda reconstruir la historia a su gusto, crear los programas educativos según su criterio y utilizar los medios de comunicación para bombardear sin interrupción su ideología.

De este modo, a las generaciones posteriores a 1980 se les ha robado algo muy importante: la diversidad. Desde el jardín de infancia han recibido un mensaje único, un criterio único y una historia falsa, manipulada. Es muy difícil para alguien que ha mamado durante toda su vida un mismo producto, llegar a darse cuenta de que ese producto está adulterado, y de que, para llegar a alcanzar realmente una cierta libertad de criterio, es necesario aprender a ser crítico con lo aprendido, abrirse a otros criterios, a otras concepciones, estudiarlas, analizarlas e intentar llegar a conclusiones basadas en una cierta capacidad crítica. Pero esa uniformización cultural hace muy difícil ese ejercicio, porque, como ocurre con los experimentos en el ámbito del conductivismo, ha creado resistencias casi genéticas. La prueba es que, entre nuestros jóvenes, basta pronunciar ciertas palabras o invocar ciertas ideas para provocar en ellos una reacción automática de rechazo y de agresividad, que no les permite siquiera plantearse analizar lo que hay en realidad tras esas palabras o ideas tabú. Es una conducta condicionada.

En la mente de nuestras generaciones jóvenes se ha construido un esquema rígido de buenos y malos. No hay grises, no hay un terreno para el juego. Es un esquema en blanco y negro. El que no acepta tal cosa es un «facha»; el que defiende tal otra cosa es un «facha». Y ni siquiera saben lo que es el fascismo, pero lo usan a destajo. Es la extrema simplificación del mundo, una simplificación incompatible con la vida, al menos con la vida del espíritu.

Por eso no sirve de nada que prestigiosos intelectuales intenten reconstruir y exponer la verdadera historia, crear un debate real en el terreno de las ideas, plantear alternativas, porque se encuentran con la resistencia de los reflejos condicionados creados por toda una vida vivida unidireccionalmente, sin diversidad. La base del totalitarismo es la uniformización. Nuestros jóvenes se llenan la boca de palabras como «democracia» y «libertad» y no se dan cuenta de que la democracia y la libertad pueden falsificarse, cuando los medios de comunicación pertenecen a grupos de presión o dependen de las subvenciones públicas, cuando los jueces son nombrados por el poder, cuando la enseñanza se convierte en ideología, en definitiva, cuando se elimina la diversidad.

Vivimos en algo mucho más próximo al totalitarismo descrito por Orwell que a la democracia, y ese totalitarismo desplazará todo vestigio de democracia y de libertad si esas generaciones no logran liberarse de esa uniformización, si no se abren a la diversidad que pueden encontrar en muchos lugares, en muchas fuentes, si son capaces de reprimir sus reflejos condicionados.

Y tal vez alguien me objete: «pero los que crecisteis en el franquismo no estabais menos condicionados». Quien objete tal cosa tal vez se sorprendería al saber el grado de debate político que había en la universidad «franquista», la cantidad de docentes «de izquierdas» que daban clase en ella, las publicaciones «de izquierdas» que se vendían en los quioscos, las bibliotecas domésticas llenas de las obras de Marx y Engels, y, por cierto, la ingente cantidad de publicaciones en catalán y las horas de enseñanza de la lengua catalana en los programas educativos oficiales en Barcelona, muy superiores a las actuales horas de castellano. Siempre me gusta recordar una anécdota personal: yo estaba suscrito a una de esas revistas «de izquierdas», perfectamente legal, la famosa revista Triunfo, de orientación comunista, que ya en 1964 tiraba 56.000 ejemplares y contaba con 1.100 suscriptores. En ella colaboraban Haro Tecglen, Vázquez Montalbán, Carandell, Márquez Reviriego, Alonso de los Ríos, Miret Magdalena y muchos otros intelectuales «de la oposición». Pues bien, fui destinado a Melilla para cumplir el servicio militar, y allí seguí recibiendo regularmente la revista sin problema alguno. Un teniente con el que yo trabajaba me dijo un día: «Ay Pedro, cuando crezcas comprenderás». Y tenía toda la razón.

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