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El santuario que cuelga del cielo: la obra que un discípulo de Gaudí levantó como plegaria sobre los viñedos de Tarragona

Iglesia

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A veces, los templos aparecen en la geografía como apariciones: no irrumpen, sino que se posan. Parecen haber sido colocados por una mano invisible que entiende la armonía entre paisaje y eternidad.

De lejos, el Santuario de Montferri es eso: una estructura que no compite con la naturaleza, sino que la imita… o la prolonga. Quien lo ve por primera vez cree distinguir una formación rocosa, un homenaje mineral a las montañas de Montserrat. Quien se acerca descubre que es una plegaria construida, un templo que no se entiende sin su origen mariano, nacido del corazón sencillo de un pueblo que no quería perder su devoción.

Pocas veces España ha visto un edificio tan extraño, tan perfecto, tan suspendido entre la inspiración gaudiniana y la fe rural que canta después de la vendimia. Y sin embargo, esta obra que algunos llaman “la otra Sagrada Familia” sigue siendo un misterio para la mayoría de viajeros, un secreto que la historia conserva para los caminantes atentos.

La devoción que bajó de Montserrat para quedarse en Montferri

Antes de ser un santuario, Montferri fue devoción.
Cada otoño, cuando las viñas entregaban su fruto y los vecinos del Alt Camp limpiaban las manos de la cosecha, emprendían un largo camino hasta Montserrat para agradecer a la Mare de Déu su protección. Era un viaje duro, pero necesario: un acto de gratitud que la tierra reclamaba.

El joven jesuita Daniel Vives, nacido en Montferri, comprendió que aquel pueblo necesitaba un templo propio. No uno pequeño, improvisado, sino un lugar digno donde honrar a la Virgen sin abandonar la identidad que los unía al monte serrado. Y así nació la idea de levantar un santuario mariano en lo alto de una colina: un Montserrat en miniatura, un altar de piedra que recogiera las plegarias del pueblo y las depositara ante Dios.

Para llevarlo a cabo, Vives recurrió a un pariente que ya empezaba a despertar admiración en la Barcelona modernista: Josep Maria Jujol, discípulo brillante y profundamente libre de Antoni Gaudí. Lo que sucedió entonces solo puede describirse como la alianza perfecta entre fe y genio.

Jujol: el arquitecto que quiso construir un viento

Para Jujol, el proyecto no era un encargo: era una misión. Su arquitectura siempre dialogó con la naturaleza, pero en Montferri encontró algo más: la oportunidad de hacer visible la oración de un pueblo entero.

Las obras comenzaron en noviembre de 1925, sobre una loma desde la que se domina el inmenso paisaje agrícola del Alt Camp. Jujol concibió el santuario como una prolongación de Montserrat:
24 segmentos irregulares que evocan las agujas de la montaña,
arcos inclinados que imitan la tensión de las rocas,
formas elípticas que parecen moverse como el aire,
– y una flecha central de 27 metros, coronada por una cruz que parece empujar el edificio hacia el cielo.

Quien entra hoy al santuario siente que no pisa un suelo, sino un suspiro. La luz cae por rendijas que Jujol diseñó como si quisiera colar el amanecer dentro de un templo. Las paredes se elevan como dedos entrelazados, como si la piedra misma rezara.
Hay templos que son refugio; este es ascensión.

Una obra herida por la historia: el santuario que esperó medio siglo

Seis días.
Esa fue toda la paz que tuvo el Santuario de Montferri antes de que la Guerra Civil Española estallara y lo dejara herido. El edificio quedó a medio levantar: su esqueleto expuesto al viento, sus muros incompletos como una oración interrumpida.

Durante décadas, el santuario permaneció a cielo abierto, como un náufrago sobre la colina. Llovió dentro de sus arcos, el sol lo abrasó, el silencio lo cubrió todo. Tal vez por eso, quienes lo visitaban en aquel estado lo describían como un templo humilde que esperaba la resurrección.

Y la resurrección llegó.

A partir de los años setenta y especialmente en los noventa, varias iniciativas civiles y eclesiales retomaron la construcción, siempre fieles a los planos de Jujol.
El santuario tardó 74 años en alcanzar su plenitud, pero lo hizo sin perder la pureza de su intención original: ser un hogar para la Virgen y un faro para los hombres.

La arquitectura como acto de fe: un templo que reza incluso sin gente

Los visitantes describen Montferri como un lugar donde el cuerpo se queda quieto, pero el alma sube. Y no es un exceso poético: el edificio está pensado para elevar.

Cada arco parece tensarse hacia arriba. Cada columna, fina y delicada, apunta a un cielo que se refleja en los mosaicos suaves de la fachada. En el interior, la luz se convierte en teología: entra como si buscara un camino secreto entre las piedras, coloreando el silencio de un blanco casi sobrenatural.

Jujol no imitó a Gaudí; lo continuó.
Donde Gaudí es monumental, Jujol es íntimo.
Donde la Sagrada Familia aspira a abrazar a la ciudad, Montferri quiere arrodillarse ante el paisaje.

Este santuario no es grande; es profundo.
No impresiona, sino que conmueve.
No llama, sino que susurra.

Montferri: un mirador entre la tierra y el cielo

Hay un detalle que ningún visitante olvida: la vista.
Desde la colina, el templo domina viñedos, colinas onduladas, caminos rurales que serpentean como antiguas procesiones. Es una de las panorámicas más hermosas de la Península, un abrazo visual que hace del santuario un mirador natural de toda la comarca.

Pero lo más sorprendente es que el edificio parece flotar. Está bien anclado en la roca, sí, pero su silueta inclinada y ascendente da la impresión de estar suspendida sobre el abismo. Es un templo que no teme al vacío, porque fue construido para confiar.

No es casual que muchos lo describan como “el santuario que cuelga del cielo”.
Aquí, incluso el viento parece comportarse con reverencia.

Un templo mariano para un tiempo que ha olvidado mirar hacia arriba

El Santuario de Montferri tiene algo de parábola contemporánea. Fue concebido por un pueblo humilde, diseñado por un arquitecto genial y salvado por generaciones que se negaron a verlo morir. Representa una España que aún conocía la fuerza de la devoción popular, la belleza gratuita, la paciencia para construir algo que no fuera útil sino sagrado.

Hoy, en una época de prisas sin trascendencia, Montferri se alza como un recordatorio:
la arquitectura más audaz nace cuando el hombre acepta que la belleza es un puente hacia Dios.
Y que un templo, por pequeño o incompleto que sea, puede cambiar la vida de quien lo contempla.

Por eso, los viajeros que lo descubren suelen decir que no visitaron un monumento, sino un secreto espiritual.

La herencia de Jujol: la catedral imposible que se volvió realidad

Josep Maria Jujol, discípulo de Gaudí, ha sido durante décadas un genio silencioso. Su obra, dispersa y heterodoxa, es una mezcla de humor, misticismo y libertad. Pero en Montferri encontró su templo perfecto: una arquitectura que parece hablar con la naturaleza y adorarla sin confundirla con Dios.

Montferri es a Jujol lo que la Sagrada Familia es a Gaudí:
no solo una obra, sino una vocación.

Por eso, el santuario terminó siendo único en el mundo:
– demasiado osado para ser rural,
– demasiado espiritual para ser solo modernista,
– demasiado humilde para ser una gran catedral,
– demasiado sublime para pasar desapercibido.

Es un milagro estético, una joya mariana y un acto de amor arquitectónico.

Montferri: donde la Virgen encuentra un altar y el viajero encuentra sentido

Los grandes santuarios del mundo atraen multitudes.
Montferri, en cambio, atrae silencios.
Quien sube hasta la colina lo hace porque busca algo que no siempre sabe nombrar: paz, belleza, profundidad, un instante de eternidad.

Y el templo se lo concede.

En un país lleno de historia y fe, Montferri es uno de esos lugares donde la mirada se limpia, el espíritu se ensancha y el corazón recuerda que fue hecho para lo alto.

Quizá por eso, quien entra en el santuario suele salir distinto.
No más sabio, sino más consciente.
No más fuerte, sino más anclado.
No más piadoso, sino más agradecido.

 

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