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¿Por qué tanto interés en lo que dice la Iglesia?

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La elección de León XIV ha reactivado el viejo reflejo mediático: escudriñar cada palabra del Papa como si se tratara de un actor político. ¿Por qué tanto ruido desde quienes desprecian la fe?

Una obsesión que no cesa

No deja de ser sorprendente: quienes más desprecian la doctrina de la Iglesia —desde su fe trinitaria hasta su moral sexual— son los que más atención le prestan. Cada palabra del nuevo Papa León XIV es observada con lupa por unos medios de comunicación que consideran el laicismo, cuando no el agnosticismo o el ateísmo, como credenciales imprescindibles para la vida pública. En cambio, el catolicismo solo es tolerado en la intimidad… y siempre bajo sospecha.

John Henry Newman, en una de sus iluminadoras homilías, captó bien esta tensión:

«Es muy común oír decir que el sistema recibido de religión es demasiado estrecho y estricto, que deberíamos ser más liberales (como se le llama) y conceder más de lo que hemos sido hasta ahora.»
Y respondía con agudeza:
«Encuentro muchas advertencias en las Escrituras en contra de apartarnos de lo que hemos recibido; no encuentro ninguna en contra de la restricción excesiva en mantenernos en ellas.»

¿Qué busca esta cultura?

Los medios juzgan a la Iglesia según un único baremo: ¿se ajusta o no al pensamiento dominante? Pero ¿quién ha nombrado al pensamiento dominante juez universal de lo que es bueno y verdadero? ¿Y quién es tal juez universal? ¿Naciones Unidas, la OTAN, la Unión Europea, quien, que no esté en declive, en crisis o terriblemente cuestionado? ¿Entonces, quién? Las posturas que hoy se imponen en parte de Occidente —el aborto como derecho, la ideología de género, el matrimonio homosexual, la abolición del celibato, el sacerdocio femenino— no solo son discutidas internamente, sino que resultan ajenas a la mayoría del mundo.

La pretensión de imponer una moral única al resto del planeta es, paradójicamente, una forma de neocolonialismo cultural. Ni el cristianismo oriental, ni el confucianismo, ni el budismo, ni el hinduismo, ni las culturas tradicionales africanas o indígenas suscriben esa visión. Solo una pequeña minoría occidental postcristiana —y profundamente fragmentada— la considera universal sin serlo.

Una crisis que no se reconoce

Peor aún: se espera que la Iglesia, con 2000 años de historia, adapte su mensaje a una ideología que apenas tiene medio siglo de vida… y que ya muestra signos de agotamiento. La cultura que hoy se proclama hegemónica vive en una “permacrisis”, como ella misma admite. ¿Debe la Iglesia parecerse a una civilización en descomposición?

No tiene sentido. La Iglesia no está llamada a mimetizarse con el mundo, sino a transformarlo. Como enseñan las Escrituras:

“Os envío como ovejas en medio de lobos… seréis odiados de todos por causa de mi nombre.” (Mt 10, 16-22)
“Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros.” (Jn 15, 18-19)

El Evangelio no promete aplausos. Promete fidelidad y misión.

La verdadera misión de la Iglesia

El mandato final de Cristo no deja lugar a dudas:

“Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones (…) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt 28, 19-20)

La Iglesia no existe para agradar al mundo, sino para llevarle la salvación. No es el cristianismo el que debe adaptarse a los valores del mundo moderno, sino la sociedad la que debe redescubrir la verdad que salva y esa es la tarea de la Iglesia. Por eso Jesús entregó a Pedro las llaves del Reino: para guiar con autoridad, no para ceder al relativismo. Por esa razón ha habido mártires, miles y miles, y no para que las mujeres sean sacerdotes, los curas se casen, proclamemos la ideología de género como dogma y tengamos en el aborto un nuevo Moloch

Caridad sin verdad no es amor

Tampoco dentro de la Iglesia podemos permitirnos una misericordia desfigurada que confunda acogida con renuncia a proclamar y procurar servir a la verdad. Jesús salvó a la mujer adúltera, sí, pero también le dijo con claridad:

“Tampoco yo te condeno; vete, y en adelante no peques más.” (Jn 8, 11)

Misericordia no es complicidad. Amor no es confusión. La verdad de Cristo, que es también amor exigente, no se negocia en el mercado de la aprobación social.

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