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Nunca un mar en calma…

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Hace unos años, en una reunión informativa de Secundaria, en el turno de ruegos y preguntas una madre me espetó de pronto una: “Bueno, ¿y qué vamos a hacer con los exámenes?”. Así formulado, no entendía a qué se refería exactamente y se lo hice saber. “¡Pues que les coinciden dos el mismo día!”. Yo sabía que esos padres existían, pero hasta el momento no me había topado con ninguno de ellos y no dejaron de sorprenderme tanto la cuestión de fondo como las formas.

Le expliqué que su hijo y sus compañeros eran perfectamente capaces de preparar y hacer dos exámenes en el mismo día y que, además, era muy bueno que experimentaran la tensión del esfuerzo por superar ese reto.

Que eran los desafíos que les correspondían en ese momento y los que necesitaban superar para su desarrollo intelectual y madurativo, por lo que les pedía que, en lugar de compadecerse, los espolearan para superarlos.

El caso es que, hace unas semanas, se ha hecho viral en las redes sociales un cartel de la Universidad de Granada que reza: “El Vicedecanato de Prácticas NO ATIENDE A PADRES. Todo el alumnado matriculado en Prácticas es mayor de edad”.

Y ¿saben qué? Que no me extraña: de aquellos polvos, estos lodos.

Lo cierto es que resulta bastante ridículo, a mi modo de ver, que se tengan que dar estos avisos, pero no lo es menos que el porcentaje de casos que necesitan que se les recuerde es cada vez mayor, porque esto no es de ahora.

Y el hecho de que lo que pide el cartel genere debate y posicione a la gente a favor o en contra —como lo leen— me parece inaudito y la prueba fehaciente de que es más urgente que nunca mostrar el daño que les estamos haciendo a nuestros hijos al sobreprotegerles.

Solo hace falta vivir para darse cuenta de que aprendemos practicando, ensayando, entrenando… y que todo ello se cimienta en los aciertos, pero, sobre todo, en los errores. Nunca un mar en calma hizo experto a un marinero. Y, sin embargo, seguimos pretendiendo ahorrarles toda contrariedad que esté en nuestra mano, porque ya vendrán otras que no puedan evitar.

Y, cuando llegan las inevitables —que siempre llegan—, no tienen práctica, no han hecho callo y aparecen, entonces, las frustraciones, las inseguridades, la ansiedad o la depresión.

Remontar esto es muy complicado. El secreto está en atajarlo.

Hace ya unos años que se viene alertando de esto en el ámbito educativo. La gran Noelia López-Cheda, en su libro No seas la agenda de tus hijos y prepáralos para la vida, se refería los padres sobreprotectores como «padres helicóptero (que sobrevuelan todo lo que hagan los hijos), padres apisonadora (los que allanan el camino para que los hijos no se encuentren ninguna dificultad), padres guardaespaldas (progenitores extremadamente susceptibles ante cualquier crítica a su hijo) y finalmente los padres víctima (“Con lo que he hecho yo por mi hijo”)».[1]

Y tal vez lo de acudir a la universidad o a una entrevista de trabajo con ellos nos parezca exagerado o lejano, pero eso no se improvisa.

Para llegar a ese punto hemos hecho demasiadas cosas que les correspondía hacer a ellos a lo largo de su vida, desde que eran pequeños.

Aunque, por otro lado, no es necesario llegar a ese extremo para entender que la sobreprotección, en el grado que sea, es perjudicial para ellos.

Cuando sobreprotegemos a nuestros jóvenes los desarmamos para la vida, los incapacitamos, les quitamos las herramientas para manejarse, les complicamos la existencia, porque no fortalecen ni ejercitan la voluntad ni son capaces de forjar una actitud magnánima ante lo que les acontece: ya hemos ido nosotros por ellos.

Pero hemos ido con una voluntad y una actitud que ni siquiera son encomiables ni les sirven de referente, porque la sobreprotección es la proyección de nuestros miedos, inseguridades y limitaciones sobre ellos.

Por eso, al sobreprotegerles los estamos capando. Estamos capando sus capacidades, les estamos negando las raíces y las alas que les debemos.

«No sabemos qué mundo se van a encontrar en un futuro debido a la velocidad de los cambios. Por eso es absolutamente necesario que los ayudemos a que sus raíces estén fuertes, a que conozcan sus recursos, a que confíen en ellos mismos para abordar cualquier cosa que pueda venir. No debemos dejar que sea el miedo el que eduque a nuestros hijos. […] Por lo tanto, debemos confiar en ellos para que confíen en ellos mismos».[2]

La buena noticia es que siempre estamos a tiempo de atajar o de reflexionar y reconducir, aunque cueste. Todo lo que merece la pena en esta vida cuesta y la educación de nuestros hijos no iba a ser menos. Pero es que la recompensa ¡no tiene precio! Ad maiora, semper.

[1] López-Cheda, Noelia. No seas la agenda de tus hijos y prepáralos para la vida. La Esfera de los Libros. Madrid, 2015.

[2] Ibídem.

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