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Qué tiene el marxismo, para estar tan vivo (II)

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Está en la doctrina de la Iglesia que los hechos históricos, siendo explicables por causas humanas, al tiempo, están sometidos a la dirección y control de la providencia divina. La marcha de la historia depende principalmente de la acción de Dios, que es quien da sentido a toda la existencia y quien conduce sabiamente a todas las criaturas al fin para el cual han sido creadas, que no es otro que él mismo. No en vano, “Dios es el rey del mundo [y] reina sobre las naciones” (Salmo 47: 8, 9). Él es “rey y soberano de todo” (1 Cron 29, 11) y por eso le corresponde la primera y la última palabra de cuanto existe y acontece. Así lo afirmamos desde la fe porque desde esta misma fe sabemos que nos ha sido revelado: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28) y esta seguridad nos viene de la fe en Dios que, por ser la Verdad misma, no puede engañarse ni engañarnos (cf. Compendio del Catecismo, 41). Dios es el único que “ni miente ni se arrepiente” (I Sam 15, 29).

Suele ocurrir que, a la hora de interpretar los hechos históricos, no acertamos a explicar la conjunción de ambas fuerzas, la divina y la humana, ni sabemos medir tampoco hasta dónde llegan una y otra, pero la falta de explicación no es un obstáculo irracional.

No existe argumento lógico por el cual la razón se vea obligada a negar la providencia divina. Que no lo sepamos explicar no obliga a negar que el devenir de la historia se deba a la acción mancomunada de esas dos fuerzas. El hombre sin fe, especialmente el ateo, se creerá obligado a ello, pero la negación de la providencia divina no es una necesidad de la razón sino de la incredulidad. La fe no solamente no es ningún obstáculo para aceptar la intervención de Dios en el curso de los acontecimientos, sino que aporta un chorro de luz del que carece el hombre que se niega a creer.

En esta verdad de fe sobre la solicitud de Dios para con sus criaturas -y especialmente para con el hombre- que la Iglesia no ha dejado de enseñar, concurren otras dos verdades que podemos mirar por separado: la verdad de la libertad del hombre y la verdad de la acción amorosa de Dios, infinitamente bueno y providente. Queda así anulado en su raíz cualquier asomo de determinismo histórico, según el cual lo que sucede sería la consecuencia necesaria de un desarrollo y de un final que ya está fijado de antemano, sea por una evolución anónima irresponsable (una evolución de la que nadie responde), sea por un azar inexplicable, sea por el materialismo ateo, al que se agarró Marx para decir que en la lucha de clases estaba el gran motor de la historia.

Volvamos ahora a fijarnos en la caída del muro de Berlín. El muro cayó y empujadas por él, muchas de las ensoñaciones del “paraíso” marxista, pero lo que llama la atención, al menos la mía, es que el sueño de ese paraíso augurado por Marx no ha desaparecido. El marxismo, aunque no sea con este nombre, sigue vivo.

La pregunta es qué tiene esta ideología, qué atractivo encierra, para seguir cotizando tan alto en una muchedumbre de cabezas a pesar de haberse demostrado su inviabilidad práctica una y otra vez, hasta la hartura.

Es verdad que con la caída de los regímenes comunistas entró en retroceso y quedan menos ejemplos que hace cuarenta años, pero quedan: Vietnam, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, a los que hay que añadir un sinfín de movimientos abiertamente comunistas presentes y operantes en todas partes, entre otras en nuestra propia casa donde ha rebrotado con mucha fuerza.

Caso aparte es el de China, sobre el que conviene decir algo, aunque sea soltando por un momento el hilo que traíamos. La China comunista ahí sigue, con un régimen político liberticida, mientras que disputa, y con muchas ínfulas, la hegemonía económica mundial. Ha tenido la habilidad de escapar de los peores efectos de la economía comunista adoptando fórmulas capitalistas, pero las noticias más creíbles que nos llegan de aquel país nos informan de que el sistema político chino es en esencia el mismo que se subió a lomos del comunismo en 1948 y el mismo que en medio de diversos avatares se ha ido manteniendo ininterrumpidamente hasta hoy. ¿No ha cambiado nada? Sí, pero los cambios no han sido sino varios lavados de cara imprescindibles para aumentar su producción, ganar dinero en el comercio internacional (facilitando a su vez sustanciosas ganancias a las grandes multinacionales de todo el mundo a cambio de tecnología) y de este modo, intentar liderar el grupo de cabeza de las potencias mundiales.

Pero lo que ocurre en China no explica que el marxismo siga vivo en el resto del mundo y sobre todo en occidente.

Hay, en mi opinión, otras razones de peso, de índole antropológica, que tienen que ver con los anhelos más profundos del ser humano y que son las que si se tienen en cuenta, pueden ayudar a entender que el marxismo continúe cautivando a muchos.

¿Qué anhelos son esos? Son las tendencias naturales del alma humana, que son un buen puñado: la tendencia natural a ser, a conocer, al bien, a la alegría, al amor, a la acción, etc. No podemos detenernos en todas ellas, pero sí vamos a señalar algunas que nos parecen relevantes para nuestro propósito.

  1. 1. El hombre es un ser religioso y el marxismo ofrece todos los elementos propios de una religión hecha por el hombre a su medida. No es que sea una religión de nueva planta, ni una de tantas desviaciones heréticas, sino una caricatura del cristianismo, que trata de dar respuesta a la totalidad de la vida humana. Por eso como propuesta sucedánea atrae; digamos que mientras se sostiene en el aire, funciona. En cuanto se pone en práctica hace aguas por todas partes, porque no se sustenta en la verdad (ni en la verdad de Dios ni en la del hombre), pero como señuelo sí tiene capacidad de enganche. De manera muy sucinta se puede resumir diciendo que en esta caricatura hay un culto (que no es a Dios sino a los ídolos) y exige una fe, una esperanza y una caridad que no son las virtudes cristianas, sino remedos. Una fe en unos principios que no se discuten como son el materialismo o la lucha de clases, de los cuales se deriva una moral basada en una cacareada solidaridad (que una y otra vez se ha demostrado no ser tal); una esperanza escatológica en un paraíso que hay que construir en este mundo y una caridad sustituida por sus propuestas, erróneas, de igualdad y justicia. No hace falta ahondar en estos principios, a poco que se rasque en ellos, quedan patentes sus fallas y contradicciones, pero los ídolos son ciegos y el sostén de todo el armazón marxista es la idolatría atea preconizada por Feurbach, referente intelectual de Carlos Marx, y asumida por este como dogma que no se discute. He aquí dos muestras representativas del pensamiento del maestro y su discípulo. A Feuerbach le debemos el “homo homini Deus”, el hombre es Dios para el hombre, y a Marx esta otra perla: El hombre, dirá, es el ser que debe «girar alrededor de sí mismo como su propio sol verdadero».
  2. El hombre es un ser fáctico y práctico. Fáctico porque no puede pasar sin la acción, sin hacer cosas; práctico porque le gusta ingeniar novedades y porque tiene que solucionar problemas. En este orden el marxismo ha demostrado una gran capacidad para señalar deficiencias y para proponer soluciones. No son soluciones reales porque son atajos, pero el atajo tiene el atractivo (más bien el señuelo) de ser la solución fácil y rápida. Los comunistas han llevado a la práctica sin miramientos y sin frenos morales el principio de que el fin justifica los medios, con lo cual toda actividad queda justificada por sus objetivos. No son los únicos en aplicar ese principio inicuo, pero sí son los que en la práctica lo han llevado a sus máximas consecuencias. Allá donde se han hecho con el poder, la arbitrariedad ha campado a sus anchas. Valgan como ejemplo, solo como botón de muestra, las purgas internas y externas decretadas por todos los partidos y gobiernos comunistas sin excepción.

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