En medio de la muerte del Papa Francisco y próximo Cónclave, el régimen comunista chino ha vuelto a actuar sin contemplaciones.
China ha nombrado a dos nuevos obispos sin esperar la elección del nuevo pontífice. Las fechas no son casuales: las «elecciones» tuvieron lugar los días 28 y 29 de abril, apenas una semana después del fallecimiento del Papa, cuando el trono de Pedro permanece vacante.
Los sacerdotes Wu Jianlin y Li Jianlin fueron nombrados obispos auxiliares de las diócesis de Shanghái y Xinxiang, respectivamente, por la llamada Asociación Patriótica Católica China (CCPA), el organismo estatal que controla la Iglesia en el país.
Estos nombramientos —realizados sin mandato pontificio y durante el interregno— son una muestra más de que, en la práctica, es Pekín quien controla los hilos de la Iglesia en su territorio.
Un acuerdo cuestionado
Todo esto se enmarca en el controvertido acuerdo secreto firmado entre el Vaticano y China en 2018, renovado por última vez en 2024. El contenido del pacto sigue sin hacerse público, pero se sabe que otorga al régimen comunista un papel determinante en el nombramiento de obispos, reservándose Roma un aparente derecho de veto. Sin embargo, los hechos hablan por sí solos: Pekín nombra y Roma, después, reacciona.
El ejemplo más claro es la diócesis de Shanghái. En 2023, el obispo Shen Bin fue instalado allí por decisión del Partido Comunista Chino (PCCh), desplazando al legítimo obispo Ma Daqin, quien permanece en arresto domiciliario por rechazar la sumisión al régimen.
El Vaticano no fue informado previamente y, pese a ello, el Papa Francisco acabó aceptando la imposición. Un gesto que, según algunos, buscaba evitar una fractura mayor; pero para muchos otros, significó una claudicación dolorosa.
¿Qué está en juego?
Estos nuevos nombramientos en plena sede vacante no solo violan el espíritu del acuerdo —si es que alguna vez fue respetado del todo—, sino que lanzan un mensaje claro: para el régimen chino, la autoridad del Papa es prescindible. No se espera, no se consulta, no se obedece. Se actúa. Y se deja a Roma reaccionar.
La Iglesia católica siempre ha defendido la libertad religiosa y la comunión eclesial como elementos no negociables. Que un Estado decida quién puede y quién no puede ser obispo, sin tener en cuenta la comunión con el sucesor de Pedro, rompe con esta tradición apostólica. Es, en esencia, una Iglesia nacionalizada, controlada por intereses ideológicos y sometida a las prioridades del poder.
¿Silencio o profecía?
Mientras algunos dentro del Vaticano, como el cardenal Parolin, siguen defendiendo que el acuerdo con China “avanza lentamente pero en la dirección correcta”, la realidad muestra señales inquietantes.
Activistas, defensores de los derechos humanos, y figuras eclesiales como el cardenal emérito Joseph Zen, no han dejado de denunciar que el pacto supone una “traición” a los católicos fieles del país, especialmente a la Iglesia subterránea que sigue siendo perseguida.
La voz profética de Zen, junto a la de otros expertos como Steven Mosher, recuerda que la diplomacia no puede sacrificar la verdad ni la libertad.
La elección de un nuevo Papa en los próximos días será una oportunidad para revisar la relación entre el Vaticano y el régimen chino. No se trata de romper puentes, sino de construirlos con firmeza evangélica, recordando que la unidad de la Iglesia pasa por la fidelidad a la verdad.
La situación de la Iglesia en China es una llamada de atención para todos: la comunión con Pedro no puede ser una fórmula vacía. Es el vínculo que garantiza la unidad católica frente a los poderes de este mundo. Lo que está en juego no es solo una cuestión de jerarquía, sino el corazón mismo de la libertad de la Iglesia.