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El derecho de los padres a educar a sus hijos

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No son pocas las cuestiones que se presentan ante nuestro entendimiento dotadas de una luminosa sencillez y por otra parte encerrando, además, una complejidad notable. Esto ocurre, a mi juicio, con este asunto que nos ocupa, el derecho de los padres a educar a sus hijos. Por una parte, es de lo más evidente que a los padres les asiste todo el derecho del mundo a educar a sus hijos, aun cuando no existiera ninguna norma que reconociera este derecho ni lo amparara. De hecho, así ha sido durante la práctica totalidad de la historia humana, hasta bien entrado el siglo XX. Si vemos a un padre cualquiera educando a un hijo suyo -o corrigiéndole, que todo es uno- y le preguntáramos con qué derecho lo hace, la respuesta estaría servida. Porque soy su padre–, nos diría. Y a nadie debería extrañar que añadiera: –¿Hacen falta más argumentos? Así pues, por una parte, vemos que el derecho de los padres a educar a sus hijos es entendido como un derecho natural evidente, con la misma sencillez que se entiende que si alguien planta un árbol en su huerto, tiene todo el derecho a regarlo, podarlo y disfrutar de su sombra o de sus frutos.

Ahora bien, supongamos que esta respuesta sencilla, natural y lógica, todavía no convence. Concedamos que alguien con buena fe, empujado por una duda legítima, se sigue preguntando por qué el hecho de ser padre tiene que generar el derecho a educar al hijo. Si se presenta ese caso, se debe responder, pero conviene saber que cuando se piden explicaciones a la evidencia, la evidencia responde con argumentos que son, por necesidad, más complicados que la propia evidencia. La explicación de lo muy sencillo siempre es más complicada que la sencillez que trata de esclarecer. Pero volvamos a la pregunta: ¿por qué el hecho de ser padres conlleva el derecho a educar a los hijos? La respuesta está en el dato irrefutable de que los padres son los que engendran al hijo (o lo adoptan, que para el caso es lo mismo) y el engendramiento y la crianza, siendo momentos distintos, no son realidades inconexas; al contrario, engendramiento y crianza (la crianza incluye la educación) son dos fases de un mismo hecho. ¿Qué hecho? El hecho de “hacer” hombres nuevos. “Hacer” un hombre nuevo es literalmente el significado de engendrar y “hacer” hombres nuevos es también una de las maneras de señalar el fin principal de la educación. No es necesario forzar el lenguaje para expresarnos así. Decir que la tarea de la educación consiste en hacer hombres nuevos es algo tan asumido y tan repetido que viene a ser patrimonio común de todos aquellos que se han interesado por la educación. Hay una nutridísima literatura pedagógica perteneciente a autores de las más diversas corrientes que comparten esta idea como principio y que la señalan explícitamente así. Desde pedagogos marxistas puros1 hasta algunos documentos oficiales de la Iglesia2, pasando por figuras eminentes de la educación como María Montessori3 o el más reciente don Luigi Giussani4.

Hacer un hombre nuevo no es posibilitar la aparición de un feto humano, ni siquiera hacer que un bebé nazca. Hacer un hombre nuevo es conseguir que la persona, una vez que ha sido llamada a la existencia en este mundo, haya recibido toda la formación necesaria para llegar a la máxima perfección de sí misma, es decir, sea una persona lo mejor educada posible. No les corresponde a sus educadores, padres/y o maestros terminar esta obra de educación porque eso no es posible ni aconsejable. Si se admite la comparación de la educación de una persona con la construcción de un edificio, diremos que no le compete al educador terminar la edificación, pero sí dejarla bien cimentada y levantados, y bien afirmados, los elementos estructurales fundamentales: los muros de carga, los grandes pilares, las paredes maestras.

El hecho de entender el engendramiento y la educación como etapas diferenciadas de una misma realidad, la realidad del hombre nuevo, arroja un buen chorro de luz sobre la discusión acerca de quién tiene la competencia de educar. Parece bastante razonable que el derecho a la creación del hombre nuevo no puede tenerlo sino quien tiene la facultad de hacer que exista la nueva persona, es decir, su familia, puesto que son los padres, y no otros, los responsables de la aparición de la nueva vida.

Ahora es momento de volver al inicio. Se ha dicho en las primeras líneas que el derecho de los padres a educar a sus hijos se presenta, por una parte, como algo muy fácil de entender, y, por otra, como algo que tiene una gran complejidad. Hemos tratado de justificar lo primero, que ese derecho de los padres es muy fácil de entender; conviene ahora entrar a decir algo sobre la segunda afirmación: por qué algo tan sencillo se presenta a la vez como un asunto complejo. Varios son los motivos, pero hay tres sobre los que se hace obligatorio decir algo. Son estos:

  1. El derecho a educar de los padres es complementario del derecho de los hijos a ser educados.
  2. El derecho a educar a los hijos no es un derecho ilimitado.
  3. El derecho a educar a los hijos no es un derecho exclusivo suyo.

Uno. El derecho a educar de los padres es complementario del derecho de los hijos a ser educados. Estamos ante uno de esos derechos que viene, como otros, con la contrapartida de la obligación. Porque no es solamente un derecho, sino un deber. Un deber que la Iglesia dice que es “gravísimo”. Digamos de paso que mucha gravedad debe tener cuando el lenguaje de la Iglesia, que es muy parco en el uso de superlativos, y que reserva para denominaciones sublimes (el Altísimo, el Santísimo Sacramento, la Santísima Virgen María, etc.), no duda en utilizarlo de manera solemne dentro del título del documento del concilio Vaticano II dedicado a la educación: Gravissimum educationis.

Dos. El derecho de los padres a educar a los hijos no es un derecho ilimitado porque está en función del hijo, y el hijo no es una cosa. Los padres no son los amos del hijo, sino sus primeros y principales servidores; no pueden ejercer un dominio despótico sobre el hijo por la sencilla razón de que el hijo es una persona y toda persona es un ser cuya dignidad exige ser propietario de sí mismo y dueño de decidir su destino. El único propietario de la persona en sentido real y absoluto es Dios, pero Dios es precisamente el que ha querido que seamos seres personales dotados de esta dignidad altísima. Y Dios no se retracta ni puede hacerlo.

¿Tienen los padres derecho a educar a sus hijos? Sí, claro, ya hemos dicho que es algo evidente, pero ahora hay que matizar la respuesta añadiendo que ese derecho está limitado por el derecho del hijo a ser él mismo. Esta es la razón por la cual unos padres se propasan en su derecho cuando tratan de torcer una vocación o imponer otra; o bien concertar un matrimonio, o impedirlo.

Tres. El derecho a educar a los hijos no es un derecho exclusivo de los padres. También aquí hay que preguntarse por qué. Y la respuesta reside en que el hijo no es solo hijo suyo. Cada hombre es hijo de sus padres, ciertamente, pero sin dejar de serlo, también es hijo de una comunidad más grande que se hace visible en los distintos grupos sociales a los que pertenece. Para los creyentes católicos, la filiación todavía se amplía más, llegando a otros tres ámbitos. Todo fiel católico conocedor de su fe sabe que, sin dejar de ser hijo de sus padres e hijo de su tierra, es, además, hijo de la Iglesia, y dentro de esta, hijo de Dios e hijo de la Virgen María. Son tres filiaciones de índole espiritual en las que no procede entrar ahora, pero sí debemos dejar constancia del enorme peso que tienen en la vida de las personas de fe católica. Cuando a los hijos se les educa en la fe y esta fe se cultiva con apertura de corazón y coherencia de vida, el descubrimiento de estas filiaciones por parte del hijo -niño, adolescente o joven- puede imprimir un sesgo muy importante en su vida.

Más complicaciones ofrece el derecho de la sociedad a educar a sus miembros, del que sí debemos decir algo. Igual que a los padres les asiste el derecho a educar a sus hijos porque son sus hijos, por la misma razón, a cada sociedad le asiste el derecho a educar a los miembros de las generaciones jóvenes. El derecho de los padres y el de la sociedad no son comparables. La primacía la tienen los padres, pero no la exclusividad. De ahí que entendamos como muy razonable que si unos padres incumplen de manera flagrante con sus obligaciones, o están poniendo en peligro la integridad de sus hijos menores, la sociedad tenga mecanismos para velar por esos hijos y capacidad para retirar a los padres la custodia o la patria potestad.

Quizá cueste cierto trabajo ver con claridad este punto de la filiación social. Si echamos manos del pasado (de un pasado tan reciente que casi nos roza) es muy fácil comprobar que cuando la institución social era la tribu, esta ejercía de modo natural y sin grandes dificultades la tarea de socialización y de educación social. La tribu tenía una función educadora incuestionable. Quien ejercía la paternidad no eran solo ni principalmente los padres sino la tribu entera y especialmente los ancianos. Por eso, el hombre tribal no solo se sabía miembro de la tribu, sino hijo; en cambio, verse hijo de una sociedad como la nuestra en la práctica es imposible.

Ahora bien, no nos ha tocado vivir -gracias a Dios- en sociedades tribales, sino en las actuales sociedades del siglo XXI. En este modelo de sociedad en que vivimos, el brazo que administra y ejecuta la soberanía de la sociedad no es la sociedad en su conjunto, sino el Estado y sus instituciones. Y aquí es donde aparece el gran problema del encaje de derechos, porque no se puede ser hijo del Estado. Sí podemos decir, cargados de verdad, que somos hijos de una tierra, de una nación, de un pueblo o de una patria, pero no somos hijos de ningún Estado porque el Estado no es una realidad personal sino una estructura jurídico-administrativa. En cambio, el Estado, que no es padre, tiene que hacer efectivo el derecho de la sociedad a educar a sus miembros. ¿Cómo se articulan estos derechos para que no haya dejaciones, extralimitaciones o abusos? En nuestro caso, la Constitución tiene aceptablemente recogidos y articulados estos derechos, pero sabemos que en la práctica ni es fácil su aplicación ni siempre hay voluntad de respetarlos. ¿Qué pueden hacer unos padres cuando se encuentran frente a imposiciones del Estado que vulneran sus derechos o impiden su ejercicio?

No es fácil encontrar una respuesta definitiva, entre otras cosas porque quizá no la haya, pero sí hay dos pistas por las que se podría avanzar mucho más de lo que lo estamos haciendo y que merece la pena considerar: afianzar mucho la educación familiar y organizarse en pequeñas comunidades que vengan a ser eslabones intermedios entre la familia y el Estado.

Afianzarse mucho en la educación familiar, tanto cuanto haga falta, hasta el punto de que pueda inmunizar frente a las desviaciones educativas que pueda imponer el Estado. Y pequeñas comunidades que sirvan para formar tejido social y ayuden a arraigarse en él. No podemos vivir sin ellas porque si solo tenemos familia y Estado, queda entre ambos un inmenso espacio vacío, tan grande que se hace insalvable y que pone al hombre actual en riesgo de andar perdido en medio de este mundo.

Artículo publicado en Libres para educar

1    Véase, por ejemplo, el Poema Pedagógico de Anton Makarenko.

2    En el documento Educar juntos en la escuela católica, de 8 de septiembre de 2007, la Congregación para la Educación Católica, citando la constitución Gaudium et spes, dice: “La escuela católica, inspirando su proyecto educativo en la comunión eclesial y en la civilización del amor, puede contribuir en medida notable a iluminar las mentes de muchos, «de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de nueva humanidad»” (EJEC, 53).

Por su parte, los Obispos de la Conferencia Episcopal Española, en el documento La escuela católica. Oferta de la Iglesia en España para el siglo XXI, de 27 de abril de 2007, afirman: “Imitar a Jesucristo es una propuesta educativa a vivir según el Evangelio, a recrear el hombre nuevo en cada uno de los alumnos, trabajando por superar aquellas conductas, situaciones y estructuras que se oponen a esta nueva vida” (La escuela católica, 39).

3    Véanse obras como Educar para un mundo nuevo o La mente absorbente del niño. Una de sus citas más repetidas es esta: “El niño, guiado por un maestro interior trabaja infatigablemente para construir al hombre. Nosotros educadores, solo podemos ayudar… Así daremos testimonio del nacimiento del hombre nuevo”.

4    En su obra Educar es un riesgo afirma categórico: “El objetivo de la educación es formar un hombre nuevo”.

 

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