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El precio de tu libertad (I)

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Te llama un teléfono “oficial” para darte hora con la ascendencia de atender una petición tuya. La recibes contento, esperando poder cerrar de una vez aquel susto en que te metieron ciertos acontecimientos adversos. Pero resulta que la telefonista, que se te queja de entrada de que te ha llamado ni más ni menos que quince veces esa mañana (!), no te da a elegir hora como lo más normal del mundo, sino que, después de haber aguantado el timbreteo del teléfono sin parar durante más de seis horas, tienes que tragar y aceptar la hora que ella te da, o la pierdes. ¡Pues que te den morcilla, sultana! ¡Otro día será si mejoras el humor!

No queda ahí, no. Todavía hay más embutido que tragar. Porque resulta que es este de las llamadas “oficiales” un sistema que da grima solo recordando el elevado número que de ellas recibes a veces ante la creciente demanda de “servicios oficiales” que todos necesitamos y pocos disfrutamos, además de que muchos de ellos podríamos evitarlos agilizando y acortando trámites (dice Elon Musk que es eso lo que quiere hacer en Estados Unidos. ¿Por qué no lo probamos aquí?). El sistema “oficial” que usamos aquí se está adoptando del despotismo en que naufraga nuestro servicio “privado”, tanto, que pareciera que el servicio lo das tú. Deriva de aquel tipo de empresario que construye su imperio sobre los hombros de sus empleados, decidiendo incluso sobre las vidas de éstos (recordémosle, como de pasada, por si hay alguna duda en el auditorio, que puede decidir sobre las elecciones de sus empleados en la empresa, pero no sobre ellos).

“Lo digo porque puedo, y como puedo, lo digo”

Es así, y parece que será cada vez más así. ¿Acaso tienen algo que deberte? Tienen el dinero y tienen los medios que les da el poder, mientras que a ti te tienen o atado por tus mismísimos… digamos contratos de confidencialidad y estratosféricos, o por medio de las subvenciones o paguitas de esas que reparten a discreción, que si no respondes o levantas la voz y les llevas la contraria, te cortan el suministro que te mantiene a flote. “O lo tomas o lo dejas. Si dices que no te va, tú te lo pierdes, compadre”. ¡Y será así, aunque te mueras! Con la cola que hay tras de ti, no les calientes el mostacho, ¡que te dejan sin chicha ni limoná, espabilao!, ¡para que luego digas!

Con las relaciones personales sucede lo mismo: “Si no estás dispuesto a tragarme como se me antoja que soy, aplico la norma estoica y te dejo con el hambre del que desea el encuentro”. Transfiriendo saberes ancestrales, “me sale” practicar experiencias fuertes y emocionales con vibraciones positivas, que son aquellas que me hacen sentir bien conmigo mismo porque me halagan el ego.

Así, el ególatra postmoderno repintado de falso estoico sigue la fantasía de un carácter no madurado, sino adobado en sus propios delirios, inspiradas −todo hay que decirlo− en los prohombres que no ejercen su responsabilidad pública y privada, sino (lo decíamos ya) su idea de que son la flor y la nata que los otros deben chupar y relamer como quien disfruta de un sorbete o −de moda también− como juguete sexual (¿no son eso algunos de los helados que se venden a niños y adolescentes… y más creciditos?). De esta manera, el ególatra posmoderno acaba encerrado en su juguetona jaula de oro, y tú, colgado de tus vergüenzas. “¡Me la pone usted, maestro novillero!”.

Es de cajón. Si esto te lo hacen desde un despacho con raciocinio supranormal, ¿qué no esperaremos de la plebe irracional? Nos están enseñando a ser rebaño. Nos están recalcando a voces y a sirenas que, o tragamos, o a bastonazos y colgados del madero… muertos de hambre.

Llegados al final de una semana “oficial-privatizada”, hermano, mi hermana del alma, dolido como estoy de la parte sagrada de mi espíritu creado a imagen y semejanza del Creador ante tanto ruido y tanta queja que nos aturde a diestro y siniestro, me perdonarás, pero ya estoy hasta el gorro. Y, si te parece, lo dejamos aquí hasta la semana que viene… que te contaré.

Twitter: @jordimariada

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