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Ser profesor, ¿segundo plato o vocación?

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La vocación docente está en crisis. Leíamos en estos días que hay muchas comunidades autónomas que no encuentran profesores de Enseñanza Secundaria y Bachillerato. No es de extrañar cuando socialmente se ha constituido la docencia en mera profesión y, además, en profesión de segundo plato.

Esta mentalidad también se encuentra entre los mal llamados docentes. Los que llevamos años, y ya peinamos canas, vamos constatando que hay menos profesores vocacionados y muchos llegan a la docencia porque o bien han fracasado en otras profesiones, o bien se han quedado en paro y no encuentran trabajo en aquello a lo que les gustaría dedicarse o bien se han quemado en su profesión y buscan algo más “cómodo” como la docencia.

Lo más gracioso del tema, si es que tiene gracia, reside en que muchos de ellos transmiten a los alumnos esa mentalidad. Cualquier profesión es más interesante, más enriquecedora y económicamente más rentable que la del profesor. Hay que reconocer que, al menos, en lo último tienen razón.

No niego el derecho que toda persona tiene a intentar buscarse la vida cuando se ha quedado en paro y no encuentra trabajo de lo suyo ni tampoco dudo de que algunos de estos profesores son grandes docentes. Lo que me preocupa y nos debería preocupar a todos -en primer lugar a los padres- es que esta debería ser una profesión de vocación.

Hay aspectos que descuidamos y que, a mi parecer, deberíamos atender a fin de orientar adecuadamente a todo aquel que quiera ser profesor.

Profunda calidad humana es el primer aspecto que se presenta como ineludible. No puede enseñar nada quien no sea un buscador incansable de verdad porque vive conmocionado ante el misterio del espectáculo que le invade y rodea. Vivir conmovido -no la vana curiosidad- es lo que mueve a saber en la medida de lo posible no con el fin de acumular conocimiento, sino con el de aspirar a una vida acorde con lo descubierto, auténticamente humana.

Desde esa clave el profesor se convierte en un apasionado por su materia. Se hace cargo del deber ineludible que tiene el transmitir lo poco que se le va revelando y de la importancia que ello tiene para la promoción vital del alumno. Es por lo que un profesor no debe convertirse en un funcionario del saber que se limita a enseñar lo que el libro de texto pone o lo que estudió en la Universidad. Ha de implicarse en su materia.

Los dos primeros aspectos nos hacen ver que el alumno debe ser su centro, todo alumno. El profesor se torna de docente en educador, en su sentido etimológico. En quien ayuda a crecer al alumno, no en quien le adoctrina o entretiene. Preocupado no fundamentalmente por las situaciones de aprendizaje ni las competencias, sino porque el alumno comprenda lo que desde su materia intenta transmitirle a fin de hacerse cargo de su vida.

Es evidente que la tarea no es fácil y menos con adolescentes que son cada vez más niños debido al exceso de paternalismo social que nos invade y les impide crecer.  

Por ello, el profesor debe ser inasequible al desaliento. Encuentra y encontrará muchos problemas que no se pueden ni podrán solucionar, eludiendo la responsabilidad ante cada alumno, promocionando el “café para todos”, propio de las leyes educativas que nos cercan y asfixian a base de burocracia (programaciones didácticas, de aula, planes de mejora, de refuerzo, …), o quemándose al constatar que las pedagogías engendradas por esas leyes no enseñan nada y pasándose al extremo de que lo único importante es recuperar la exigencia y la autoridad del profesor. (La exigencia es necesaria, pero adecuada a cada uno y la autoridad no se impone, se gana en el trato corto con el alumno).

Inasequible al desaliento porque apuesta su vida a fin de que  la humanidad de cada alumno crezca y florezca a fin de dar fruto.

Es necesario y urgente que el docente sea sustituido por el maestro. Hemos de recuperar el sentido socrático y kierkegaardiano del maestro de vida. Es este el que promueve el encuentro con lo real como acontecimiento que debe transformar la propia vida invitando a tomársela en serio.

Tenemos que redescubrir el sentido de la educación que es más que la promoción de ciudadanos dóciles que cumplan las leyes o emprendedores productivos que mantengan los datos macroeconómicos. Educar es dedicar la vida al cultivo. A sembrar semillas que hagan despertar a cada uno a fin de no ser solo un buen trabajador o un buen ciudadano, sino a llevar a plenitud su persona.

Urge formar a los que quieren ser profesores no solo en cuestiones pedagógicas, sino proponiéndoles fines, mostrándoles la necesidad de ser los maestros que nuestros alumnos necesitan, porque profesores tenemos muchos, pero maestros, ¿cuántos?

Ser profesor, ¿segundo plato? Más bien profesión de vocación. La del llamado no a ser docente sino maestro.

Es evidente que la tarea no es fácil y menos con adolescentes que son cada vez más niños debido al exceso de paternalismo social que nos invade y les impide crecer Clic para tuitear

 

 

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