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Vivir en la cruz (y II)

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Escribí esta serie de dos artículos para el Viernes Santo. Visto lo visto, y aunque hayan pasado Semana Santa y tantas cosas, continuamos, porque siempre tendremos y debemos tener (!) la cruz en nuestra vida.

Siempre he pensado si es más grave rebelarse contra Dios o contra el hermano. Dios puede defenderse, nuestro hermano, no. Dice Jesús: “Lo que hicierais a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). En la misma línea, por el doble mandamiento del amor, Jesús le lanza al escriba que le reta: El primer mandamiento es: “amarás a Dios con todo tu corazón” y el segundo, “al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,29-31).

Así que apechuguemos, que la vida nos deja calvos. De cualquier modo, supongo que todo dependerá del grado de rebelión: no es lo mismo lanzar un sutil improperio a Dios que matar al hermano. No podemos firmar la obra de nuestros pecados con el nombre de Dios; por eso tampoco podemos rendirnos de llevar la cruz merecida o la que Dios nos manda o permite para nuestro bien.

Pero también en las maneras está la declaración de amor sonada: Es importante no dejarse esclavizar por la cruz, debemos ser libres hasta con ella; hay que sobrellevar los dolores, libremente, con deportividad y valentía, ciertos de que Dios está velando por nosotros abriéndonos camino delante con su cruz, que contiene clavadas en su madero todas las cruces que nosotros llevamos y le provocamos. Su corazón las abraza todas.

Por este motivo, ciertamente, hay muchas personas que ante la falta de cruz en su vida o lo que para ellos significa el valor del sacrificio, toman voluntariamente pequeñas o grandes cruces para, de esa manera y con su voluntad purísima, ayudar a Jesús a llevar su cruz, en la que estamos todos desangrando al Maestro, pues todos somos pecadores. (Pero tampoco es de recibo que nos las señalemos hurgando y propaguemos difamando).

Es, pues, la cruz, enseñanza evangélica. Así, amar a Dios en su pureza y al hermano en su pecado basta para entrar en el cielo. Eso es, ofrecerle mi día a Dios cumpliendo su voluntad, dando mi mano al hermano. Es el “resumen” de la Ley de Dios: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,35).

Sin embargo, debemos reconocer unos y otros que las obras (entre ellas, los pecados) tienen consecuencias. No esperemos ensuciar la cara del hermano sin ser contaminados por nuestra inquina. Es importante aceptarlo con caballerosidad para, una vez reconocido nuestro pecado, pedirle perdón al hermano y a Dios en él por nuestra ofensa, que las hay grandes y pequeñas; y las grandes deben ser pagadas con la grandeza. Si no, no habrá cielo, desengañémonos. No pensemos que con dejar pasar el tiempo basta para que el tiempo borre nuestro pecado: debemos repararlo nosotros, activa y explícitamente, en privado si es personal, públicamente si es público.

Profundizar en el sentido

En nuestra reflexión, como en la vida, hemos seguido el camino de la cruz y hemos acabado descubriendo que, cuando se toma con amor y abandono, es un evento de sabor dulce: el amor verdadero. Tanto es así que el Papa Gregorio Magno se autotituló “siervo de los siervos de Dios”, lema que desde entonces (el siglo VI) por tradición se ha extendido a la dignidad papal.

No hay otra. Una vez que hemos asumido que el amor a la cruz es amor a Dios y servicio al hermano, tras vivirlo con estilo cristiano, nos lleva a profundizar en la expresión encarnada por Jesús. En ella descubriremos a nuestro alrededor lo que quiso decir con su cruz hecha vida san Juan Pablo II: instituiremos la “civilización del amor”, expresión poética de las palabras esculpidas en oro por san Juan respecto a la cruz de Jesús: “para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52) y por san Pablo: “para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

¡No lo dudemos! Estemos seguros de que con la cruz aceptada venceremos. “Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33), afirma Jesús. Así ha sido desde su misión en la tierra, continuada por los primeros cristianos y los Padres del desierto, con los Apóstoles al frente, llevándolos a todos a cristianizar el mundo casi por completo, atizados por la persecución, primero por los judíos y siempre por los gentiles; una persecución que hoy y siempre es germen de fe, y que por medio de la cruz se desparrama por doquier como alimento que sacia al hambriento y quita la sed al sediento (Cfr. Jer 31,25; Mt 25,31-46).

Efectivamente, la cruz no ha sido nunca ajena a la expansión, puesto que −como hemos visto− es el signo del cristiano y lo será siempre, “para que mi alegría esté en vosotros y llegue a plenitud” (Jn 15,11). Porque en la cruz fue encarnada la victoria de Jesús sobre el mal y el mundo, y por ella fue erigido como Rey, tal como le veremos pronto para ser coronado en su segunda venida. Nosotros también −si le somos fieles− reinaremos con Él cuando Él venza al paganismo. ¿Su arma? La cruz; eso es, el amor. ¿Conclusión? Amemos.

Twitter: @jordimariada

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