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La vida digna y la intervención de los católicos en la política

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¿Quién discute que todos nosotros sin excepciones tenemos derecho a una vida y que, por tanto, este es un deber colectivo? La respuesta es que prácticamente nadie. Siendo así, los católicos tenemos una especial responsabilidad. Pero ¿cómo vamos a afrontarla sin actuar agrupados políticamente en este logro de la dignidad de la vida?

Construir una vida digna para todos no agota todos los fines políticos, pero constituye la condición necesaria de toda política, la columna vertebral de todo proyecto de vida en común

Pero la cuestión cambia cuando bajamos del abstracto cosmopolita a lo real y concreto. Entonces el significado de la dignidad de la vida presenta numerosas deficiencias.

Afirmar una vida digna significa la necesidad de que esta se realice, y esto significa nacer. La negación al nacimiento del ser humano engendrado es impedir que tal vida se realice. La vida desde el momento en que se forma constituye una continuidad en la que la dotación biológica del ser contenida en su ADN, el genotipo, interactúa con el entorno. Un proceso que empieza en el vientre de la propia madre y que de manera ininterrumpida da lugar a diferencias extraordinarias, es el fenotipo.

Una sociedad humanista debe garantizar el nacimiento del ser humano concebido y la disponibilidad de las condiciones materiales y sociales que nuestra sociedad puede otorgar a todos para su realización a lo largo de la vida, También debe garantizar una muerte digna, es decir, siguiendo el proceso natural de la extinción, evitando el sufrimiento, el abandono y la soledad.

A lo largo de todo este proceso, la vida digna solo existe si el ser humano concebido, nacido, desarrollado y que finalmente muere obtiene el reconocimiento y el respeto de su entono, empezando por la familia y por el conjunto de toda la sociedad. Atentar contra este reconocimiento y este respeto es una acción muy grave que ninguna libertad justifica. Porque la libertad tiene como límite el daño contra los demás y contra uno mismo. Una vida digna excluye la muerte provocada y rechaza la falsa opción entre eutanasia y sufrimiento, porque el fin de una sociedad humana no es matar al que sufre, sino procurar la supresión o paliación de aquel sufrimiento.

Una vida digna significa también, y entre otras cosas, que la pobreza como grupo social desaparezca, y que toda persona disponga de lo básico, un lugar donde vivir, alimentación y vestido, educación y sanidad, atención a los dependientes en razón de sus necesidades, como razona MacIntyre, y condiciones dignas también para la vejez. Significa una especial atención a la infancia y juventud, para evitar que la condición de pobreza de los padres se enquiste en unas condiciones insuperables de desigualdad en los hijos.

Todo esto, la vida digna, es un deber cristiano. Y ahora que alguien diga que este deber es posible cumplirlo sin actuar agrupados. Porque no se trata de principios generales, sino de aplicaciones en las condiciones concretas de nuestra sociedad y política.

Y agruparnos en torno a objetivos que surgen con claridad de la opción cristiana no significa construir un partido político. Puede ser una respuesta, pero ni mucho menos es la única para intervenir políticamente. Porque esta práctica no se agota en el canal de la democracia de representación que esta es la de los partidos. Es más, esta vive una intensa crisis en España porque la inmensa mayoría de las personas no se sienten bien representadas. Y esto es así porque nuestra democracia se ha degradado en partidocracia, hasta el extremo de que el hecho de votar significa muy poco porque se asemeja a un cheque en blanco a gentes que ni conocemos, ni después tendrán ninguna relación con nosotros.

Pero hay otra vía, inédita para los católicos, que ha reportado grandes resultados a otras formaciones. Se trata de la práctica de la democracia participativa, que puede matar dos pájaros de un tiro: regenerar la política representativa desde fuera de ella e impulsar la concepción cristiana, empezando por el logro de la vida digna, en las instituciones políticas

Los católicos ya no debemos debatir más sobre si hay que participar en política agrupados, sino en cómo vamos a hacerlo

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